Foto: Ditchling en la década de 1920

miércoles, 22 de junio de 2011

Vincent McNabb (1868-1943)


Joseph McNabb nació el 8 de Julio de 1868 en Portaferry, Condado de Down, Irlanda, a pocos kilómetros de la tumba de San Patricio, aunque poco después se mudaron a Belfast. Era el décimo de once hermanos, hijos de “un maestre de buque mercante (para darle su título de nobleza) y una costurera”. Su padre pasaba tanto tiempo en el mar, que pocos recuerdos dejó al pequeño. Pero, en cambio, su madre, quien de joven había trabajado en Nueva York en una tienda por departamentos, era la heroína de los hermanos McNabb. En Eleven, thank God! (Once, ¡gracias a Dios!), que fue una especie de recopilación de recuerdos de la niñez, dedicada a su madre, McNabb cuenta cómo además de criar su numerosa prole, ella tenía tiempo para atender enfermos limpiando sus hogares y asistir en las obras de caridad de la parroquia.

Pronto Joseph asistió como pupilo a la escuela del St. Malachy’s College, seminario diocesano de Belfast. Cuando nuestro biografiado tenía 14 años, los McNabb se vieron forzados a emigrar a Inglaterra, asentándose en Newcastle-upon-Tyne, donde el padre obtuvo un trabajo. Hasta los 16, el joven Joseph regresaba regularmente a St. Malachy’s, donde permanecía por el resto del año lectivo. Sin embargo, las vacaciones con su familia en Newcastle fueron suficientes para que el adolescente conociera a los frailes dominicos que atendían la parroquia local.

Pasó un año en la escuela St. Cuthbert’s de Newcastle, pero ya estaba decidido. El 10 de noviembre de 1885, tras una difícil y paciente persuasión de su padre, ingresó al rudimentario noviciado de la Orden de Predicadores en Woodchester, Gloucestershire. En honor de San Vicente Ferrer, adoptó el nombre de religión Vincent, con el cual será recordado. Tras un noviciado brillante en logros académicos, fue ordenado sacerdote en septiembre de 1891, poco después de cumplir 23 años. Y viajó a Bélgica, para estudiar en la Universidad de Lovaina, siguiendo el ejemplo de otro dominico de su Provincia, el P. Humbert Everest. Allí, en 1894, obtuvo el grado de Lector en Sagrada Teología.

Durante sus 58 años como dominico, McNabb vivió en Inglaterra, su segunda patria. Alguna vez dijo que amaba a Irlanda como su madre y a Inglaterra como su esposa. Cuando el editor de The Catholic Times, periódico de la colectividad irlandesa de Manchester, le preguntó porqué no ayudaba más a sus compatriotas, le dijo que los ingleses también lo necesitaban y que eran tan víctimas como ellos de la Reforma.

En el convento de Hawkesyard, Staffordshire, a su regreso de Lovaina fue profesor de Teología para los novicios. Luego, fue el prior de ese mismo convento por seis años, antes de ser enviado a Londres como vicario de la parroquia-convento de los dominicos, St. Dominic’s. A continuación, fue prior del convento Holy Cross de Leicester por otros seis años.

Fue con este último cargo que debió visitar los Estados Unidos en la primavera de 1913. Sus conferencias de Nueva York le ganaron buena fama en este país y las iglesias católicas norteamericanas se lo disputaban como predicador.

Posteriormente, regresó a Hawkesyard, esta vez como prior nuevamente.

Durante la Gran Guerra del ’14, se preocupó mucho por la suerte de los belgas, especialmente los inmigrados a Gran Bretaña. Terminada la contienda, el soberano de Bélgica lo hizo caballero.

También durante este tiempo, comenzaron sus problemas: personales y espirituales.

Podía leer y citar el Antiguo Testamento en hebreo, el Nuevo en griego y las obras de Santo Tomás de Aquino directamente del latín. En la pobreza de su celda, no había

nada más que breviario, una biblia, las Constituciones dominicanas y una copia de la Summa.

Dormía en el piso de madera de su celda y leía y escribía —siempre a mano, con una letra siempre legible— de rodillas, en hojas que le regalaban y sino, en los márgenes de diarios, en sobres usados o en el reverso de cartas recibidas, que iba acumulando en una caja. Además, comía poco por culpa de su “estómago protestante”, según bromeaba.

La Santa Misa y el Oficio Divino eran algo a lo que el Padre McNabb no podía faltar. Y se enojaba con quienes consideraban el Rosario como una oración para principiantes.

Siendo prior en Hawkesyard, ayudó a bien morir a las poetas Katherine Harris Bradley y, su sobrina, Edith Emma Cooper (“Michael Field”).

Pero su ascetismo radical se proyectaba sobre sus frailes y algunos de éstos pronto se quejaron ante los superiores de McNabb por considerarlo inhumano. En 1917 renunció como prior para ir a Roma por breve tiempo, pero ya nunca más se lo pondría al frente de un convento.

Viajó, entonces, a Roma para tomar su examen ad gradum. Como reconocimiento del manejo que tenía de las ciencias religiosas —entre sus examinadores en Roma se contaba el P. Réginald Garrigou-Lagrange O.P.—, obtuvo la Maestría en Sagrada Teología.

A su regreso de Italia, fue designado profesor de Dogma en el noviciado dominicano inglés, antes de ser nombrado párroco de St. Dominic’s, en Cobbets, Londres. Allí, a los 52 años, pudo finalmente encontrar un ámbito apropiado para su labor de predicador, convirtiéndose, per accidentem —como dice uno de sus biógrafos—, en toda una figura del catolicismo inglés.

De sus tiempos de profesor, recordaban sus alumnos salidas como la siguiente: “Pensad en cualquier cosa si deseáis, pero por el amor de Dios ¡pensad!”

En su tiempo, Blackfriars, el periódico de los dominicos de Oxford, era muy leído, incluso (quizá más) por gentes extrañas a la fe católica. Allí también escribió regularmente el Padre McNabb, donde aparecieron algunos de sus más famosos ensayos.

Como Santo Domingo, caminaba a todas partes, con su hábito tejido por sus amigos de Ditchling, sus botas militares, su capa raída y un saco de loneta donde cargaba la Vulgata, el breviario y algún que otro libro que fuese a necesitar. Incluso llegaba admirar a otro gran caminante, su amigo Hilaire Belloc —récord de caminata entre Londres y Oxford—.

En 1941, cuando cumplió el 50º aniversario de su ordenación sacerdotal, quiso viajar a pie hasta Roma siguiendo el trayecto que Belloc hizo a los 31 años y cuenta en The Path to Rome. Pero su provincial, atendiendo a los 68 años de McNabb, se lo prohibió, obligándolo a tomar el tren y el ferry. En esa oportunidad declaró que en esta vida sólo hay tiempo para pelear, pero que hay una eternidad para disfrutar de los amigos, y él los tenía en abundancia: Belloc y Chesterton, Blunt, Chute, Gill y Pepler, y tantos otros pobres desconocidos.

Verlo con su hábito y capa al viento, caminando hacia el Hyde Park, la Parliament Hill, la Universidad de Londres o algún teatro, donde iba a sostener alguna de sus famosas polémicas, lo convertía en un excéntrico personaje del siglo XIII en pleno siglo XX.

Con dificultades para decir que no, colaboró con entusiasmo en todas las obras católicas que aparecieron en la Inglaterra de su tiempo, tiempo que muy fértil en obras católicas. Acompañó a la Catholic Evidence Guild, grupo apologético animado por los esposos Frank y Maisie Ward de la célebre casa editorial católica, en sus debates de Hyde Park o Parliament Hill.

Lejos del polemismo agrio de tanto apologeta al uso, el Padre Vincent conquistaba a su audiencia con humor y respuestas sagaces, como aquella mujer que le gritó: “Si fuese su esposa, le pondría veneno en el té”; a lo que él respondió: “Pues, señora, si yo fuese su esposo, me lo bebería.” O en aquella oportunidad en una audiencia pública ante la Cámara de los Comunes cuando un grupo de expertos médicos proponía esterilizar a grupos de pobres miserables que vivían en condiciones que los podrían convertir en degenerados. Alzó la voz y sentenció: “Como experto en Moral, certifico a ustedes —señalando al grupo de médicos— como degenerados morales.” La asamblea estalló en risas y aplausos.

No pocas veces fue invitado a conferenciar ante una audiencia anglicana y apoyó varias asociaciones de anglo-católicos urgiéndolos a una pronta re-unión con Roma.

También la creación de la comuna de Ditchling, se debió —al menos en parte— a su influencia, diciendo Misa en su capilla, cada vez que los visitaba. Aunque cierto “vedetismo” de sus artistas, lo iría alejando del proyecto, a medida que sus protagonistas se alejaban del ideal original.

Fue, asimismo, uno de los líderes del movimiento Back-to-the-Land (De Regreso al Campo), que buscaba aliviar la durísima vida de los barrios obreros, mediante la creación de comunas rurales autosuficientes. “La ciudad —afirmó rotundamente en su clásico The Church and the Land (La Iglesia y el campo)— es la tumba de la religión, y la era de la máquina es la condena de la humanidad.” Así impulsó también el Distributismo, junto a Chesterton y Belloc, recordando que la Economía es un capítulo de la Ética y que sin moral queda desenraizada.

En una ocasión predicaba en Hyde Park, “vuestra vida es una locura, debéis liberaros, dejad Londres y volved a la naturaleza”. Cuando alguien le preguntó, “¿cómo se supone que lo haremos?”, sólo respondió: “caminando”.

Abominaba de todo tipo de máquina, incluso la de escribir puesto que temía empeorar su cuidada letra cursiva —cosa que nosotros, en la era del “mouse” y el teclado de computadora bien sabemos—. Y Belloc, siempre fascinado por los mecanismos, cuanto más complicados mejor, solía intercambiar bromas con él al respecto.

No sólo teorizó sobre estos temas, sino que los puso en práctica. Con la ayuda de algunos frailes, convirtió el jardín de Hawkesyard en una huerta que permitía alimentar no sólo a los dominicos del convento sino a los pobres de la zona.

Los pobres fueron siempre su principal preocupación. Incluso las colectividades judías de Whitechapel y de todo el East London, lo reconocían con afecto y esperaban sus visitas. Hay cientos de anécdotas sobre McNabb y sus obras de caridad “uno por uno”, sólo conocidas por él, sus beneficiarios y Dios.

Anécdotas como la de aquel pobrecillo del barrio de St. Pancras, cuya esposa e hija (católicas ellas, él no) habían muerto y por las que el Padre Vincent dijo la Misa de réquiem y pagó las flores del funeral, que quiso forzar al viejo dominico a tomar un taxi que lo devuelva a su convento en medio de una terrible tormenta. “Bienaventurados los pobres. Pocas cosas me han conmovido más que esa. A pesar de su miseria, me ofrecía pagar el viaje. Imaginemos eso de alguien que no tiene fe. ¿Qué voy a hacer cuando lo vea de nuevo? Besar sus pies sería indigno de él. Rezaré… para que Dios le dé el consuelo de la fe.”

Durante meses, quizá años, de camino a Parliament Hill, limpió semanalmente la habitación de una anciana postrada, en un mísero edificio cercano a Camden Lock. Como otras muchas de sus obras de caridad a escala humana, sólo se conoció tras su muerte.

Con el cuerpo debilitado desde hacía décadas y con problemas en la garganta, siguió predicando hasta el fin de sus días. Murió en la parroquia St. Dominic de Londres el 17 de junio de 1943. Un tiempo antes, el 14 de abril, su médico le avisó que ya no le quedaba mucho de vida pues tenía un tumor incurable en la garganta.

Siempre fiel a su estilo, dijo a las Hermanas de la Misericordia un par de días después, en su sermón luego de predicar sobre la Pasión y Muerte de Nuestro Señor: “Ahora, queridas hermanas, tengo una muy buena noticia para ustedes. Ésta es la última vez que estaré hablando en esta capilla ante ustedes. Saben que en estos tiempos —en medio de la Segunda Guerra Mundial— todos son llamados… ¡Yo también he sido llamado!... ¿Y para qué? Para encontrarme con el Rey de Reyes, y no por una vida sino ¡para la Vida Eterna!”

En otra oportunidad, consolaba a un interlocutor: “No veo por qué deberíamos hacer una tragedia de todo esto. Es para lo que me estuve preparando toda mi vida. Estoy en manos de mis doctores o, mejor, en las manos de mi Dios.”

En la mañana del 17 de junio llamó al prior hasta su celda, donde se encontraba sentado en una silla de paja (aún no podían convencerlo de recostarse en una cama). Cantó el Nunc Dimitis por última vez, se confesó con el padre prior, renovó sus votos religiosos y, a continuación, entregó la condecoración de caballero belga y su anillo como maestro en Teología. Durante hora y media perdió el conocimiento, suspiró y se durmió para siempre.

Su cuerpo fue expuesto, portando el hábito blanco, durante tres días en la Capilla de la Virgen del convento de Santo Domingo en Londres, mientras una multitud de jóvenes y ancianos, pobres y ricos, pero especialmente pobres, desfilaban para dar su último adiós. El lunes 21 de junio tuvo lugar la Misa de réquiem en St. Dominic’s, mientras las calles de los alrededores se encontraban completamente cortadas de tanta gente allí reunida. Siguiendo sus deseos, fue enterrado en un cajón simple con una cruz negra pintada encima. Una muchedumbre acompañó el cajón hasta el Kensal Green Cemetery, a pesar de los peligros en esos tiempos de guerra.

“Me pone nervioso escribir aquí lo que realmente pienso del Padre Vincent McNabb —remarcó G. K. Chesterton en su prólogo a Francis Thompson and Other Essays de McNabb— por temor a que de alguna manera me lo censure. Pero diré breve y firmemente que él es uno de los pocos grandes hombres que he conocido en mi vida; que él es grande en muchos sentidos: mental, moral, mística y prácticamente… Nadie que alguna vez haya conocido, visto u oído al Padre McNabb lo podrá olvidar.”

Por su parte, Hilaire Belloc publicó en Blackfriars, tras el fallecimiento del P. McNabb: “La grandeza de su personalidad, de su enseñanza, de su experiencia y, sobre todo, de su juicio, se destacaba totalmente por encima del mundo cercano a él… El aspecto más destacable de todos era el temperamento de santidad… Puedo escribir aquí desde una experiencia personal e íntima… He conocido, visto y sentido la santidad en persona… He visto la santidad a pleno en los muy domésticos caminos de mi vida, y el recuerdo de esa experiencia, que es también una imagen, me sobrepasa ahora que escribo — tanto me sobrepasa que ya no hay nada más que decir”.

Monseñor Ronald Knox, quien de alguna forma era tan distinto, dijo cuando se le consultó acerca de la posibilidad de iniciar un proceso de beatificación en los años ’50, “el Padre Vincent es la única persona que yo he conocido respecto de la cual he sentido, y lo he dicho más de una vez, ‘él te da la idea de cómo deben ser un santo’. Había una especie de luz en torno a su presencia que no parecía ser de este mundo”. En una oportunidad, según contaba Bernard Wall, luego de un almuerzo al que Knox lo había invitado, el dominico se arrojó a sus pies y los besó —según una antigua práctica dominica para agradecer a un buen anfitrión—.

Su obra, entre escritos completos y recopilaciones de sus numerosos artículos y charlas, es vastísima: conferencias sobre la oración, la fe, la razón y Tomás de Aquino, textos apologéticos, catequesis para niños, ensayos sobre Distributismo y agrarismo, ensayos de filosofía y Tomismo, poesía y cuentos, crítica literaria, biografías y hagiografías, estudios sobre la guerra y el orden mundial, entre muchos otros tópicos.

Pocos se han atrevido a escribir una biografía completa. El dominico Ferdinand Valentine, que apenas conoció al Padre Vincent, intentó escribir la “oficial”, The Portrait of a Great Dominican (Retrato de un Gran Dominico), pero —en realidad— se limita a una cuasi exculpación psicológica de cosas que no entiende y no comparte de su biografiado. Por su parte, es interesantísima la del ateo Edward A. Sidermann, With Father Vincent at Marble Arch (Con el Padre Vincent en Marble Arch), “enemigo” de McNabb en el Hyde Park, que no duda en expresar su admiración por su raro contendiente. En 1996 la Chesterton Review le dedicó un número especial. Poco antes, también Fidelity ocupó un número.

Desde la Liga Distributista queremos aquí y así expresar nuestro más sentido homenaje.


viernes, 10 de junio de 2011

Fuentes y aplicaciones del Distributismo (V y final)


V- Distributismo, entre política y teología

El asunto nunca fue cómo lograr estas relaciones mediante formas coercitivas o de cualquier otro tipo. El asunto era el carácter de las relaciones en sí mismas. Belloc reconoció explícitamente que el Distributismo era políticamente inalcanzable.[1] De hecho, es inalcanzable mediante cualquier acción simplemente humana. Las relaciones de responsabilidad y cuidado mutuo que describe el Distributismo son un don de la gracia pura. El Reino no es tanto un estado como el poder mismo de la gracia.[2] La ortodoxia de Chesterton nunca le hubiese permitido pensarlo de otra manera.

La tendencia a ver el Distributismo como algo político más que teológico es lo que nos tienta a buscar su justificación en las encíclicas papales. Ciertamente no existe nada no-católico en el Distributismo como idea escatológica. Se conforma enteramente a la doctrina de la Iglesia Católica en sus preocupaciones antropológicas. Tampoco es que exista algo inapropiado en el comentario de la Iglesia sobre las condiciones sociales en una carta encíclica. Pero definitivamente hay algo no-cristiano acerca de la forma meramente humana en que tal ideal puede lograrse cuando es percibido como un plan político promovido por directrices eclesiásticas. Reckitt es claro al exigir que: “la Iglesia deje de pretender que los problemas que los hombres tienen son los problemas que les gustaría tener a los cristianos para, entonces, darles la respuesta correcta”.[3]

Esta tendencia hacia lo político alejado de lo teológico afecta la interpretación misma del Distributismo cuando la postguerra cambia el foco, de las relaciones entre las diversas “asociaciones” mediante la distribución de recursos, al tipo de propiedad a distribuir. El resultado de ello es algo que podría haber sido sostenido tanto por Thomas Jefferson como por Margaret Thatcher sobre criterios puramente mundanos. Probablemente, esto es un resultado inevitable del proceso político, que sólo puede legislar efectivamente sobre la propiedad pero no sobre las relaciones. Pero es un resultado que debe ser reconocido como una distorsión fundamental de las motivaciones originales.

Maurice, sus colegas y sus herederos teológicos casi no se vieron tentados por una descarriada fe en la virtud humana o en la capacidad de la humanidad de hacer todo lo que se tiene que hacer. Creo que tampoco nunca Chesterton o Belloc estuvieron en peligro serio de orgullo pelagiano. Sin embargo, en el mundo de hoy, la fe humana en la humanidad para resolver los problemas humanos ha llegado a un nivel tal que ya ni me atrevo yo mismo a querer entender totalmente las fuentes del Distributismo en la gracia ni los usos del Distributismo en la redención, mucho menos al uso autopromocionado de los pronunciamientos eclesiásticos o al proceso de formulación política del Partido Conservador. Si tenemos en cuenta las ideas sobre los partidos políticos que tenían los fundadores del Distributismo, es poco probable que hayan tenido una opinión distinta.[4] El “liberalismo” que el Socialismo Cristiano, incluyendo su variante distributista, atacaba no es sólo el libre mercado económico que tanto disgusta a Blond. Era la mucho más abarcadora actitud liberal hacia la libertad que Auden caracterizó tan limpiamente como: “… imaginar que la libre discusión es lo único que se necesita para que la verdad triunfe, mientra que, a menos que la gente tenga sustancialmente la misma experiencia, la controversia lógica no es más que un malentendido sistematizado”.[5]

La libertad para Chesterton y Belloc, y para Reckitt y Demant, entre muchos otros, no era la libertad de la democracia liberal sino más bien la libertad para comprometerse en propósitos que no son políticos, en vistas de objetivos que no son meramente temporales; propósitos y objetivos para los que, de hecho, tenían sólo una formulación vagamente teológica. Ninguna cosa o movimiento puede identificarse con un propósito tal aunque toda la creación pueda serle útil al sugerirlo. Y ningún movimiento político tiene autoridad para cooptar tal propósito como parte de su repertorio. Es un propósito que sólo puede descubrirse en la relación con el prójimo que es controlada por el don divino. Por lo tanto, el Distributismo es valioso, pero no por su contenido político directo. Por el contrario, es valioso porque es una expresión de una tradición religiosa única en el Anglocatolicismo que continúa actuando como fuerza cultural que nos lleva más allá de la política.


El sistema de partidos, libro de Hilaire Belloc y Cecil Chesterton (1911) en el que se desentraña la artificialidad del sistema parlamentario moderno y su inherente falta de representatividad popular. Difícil, entonces, considerar al Distributismo como una salida política, dice el autor de estas notas.


[1] El Distributismo no es el único caso de “inalcanzabilidad”. El Socialismo Corporativista también era considerado “imposible”. Cf. G. C. Field, Guild Socialism: A Critical Examination (London: Wells Gardner Darton, 1920).

[2] Cf. Religion and Social Purpose, p. 163.

[3] Religion and Social Purpose, p. 149. Va más allá al notar que “la fe cristiana… no sabe nada del conflicto entre la práctica y los ideales. Sólo conoce el conflicto de voluntades” (p. 151).

[4] Cf. H. Belloc y C. Chesterton, The Party System (London: Stephen Swift, 1911), especialmente el Prefacio; también cf. las novelas políticas de Belloc como Mr. Clutterbuck’s Election y Pongo and the Bull.

[5] “The Good Life”, en J. Lewis, K. Polanyi et al., Christianity and the Social Revolution (London: Gollancz, 1935).


martes, 7 de junio de 2011

Fuentes y aplicaciones del Distributismo (IV)


IV- Distributismo: tradición religiosa, catolicismo y anglicanismo

Podría entonces parecer que el Distributismo en realidad tiene muy poco que ofrecer en nuestras actuales circunstancias. En la superficie, parece teóricamente incoherente en términos socioeconómicos y prácticamente inviable en términos políticos. Sin embargo, ejerce una atracción que es real, incluso entre quienes se suponen que deberían estar advertidos. ¿Por qué? Creo que la respuesta es que el Distributismo es una expresión de una tradición mucho más sustancial que tiene raíces culturales profundas, una sabiduría social auténtica y, por lo tanto, una legitimidad cultural real. Difícilmente pueda desafiarse la afirmación que dice que el Distributismo emana en gran parte de las creencias religiosas de sus promotores. De hecho, existe una fuerte evidencia de que el Distributismo es en primera instancia un movimiento espiritual más que económico o social.[1] La tradición espiritual subyacente es ciertamente cristiana como podría esperarse dada la mayoría de su protagonistas públicos.[2] ¿Pero cuál es la sustancia real y la fuente de esta tradición?

En sus conferencias públicas, Blond con frecuencia caracteriza el Distributismo como una idea católica romana. Tanto Chesterton como Belloc eran ambos miembros bien conocidos de la Iglesia, el último por nacimiento, el primero por conversión en 1922 a la edad de 38 años. Ambos eran figuras prominentes como católicos, y bien conocidos por sus trabajos apologéticos. Otros personajes también asociados con el movimiento, como Eric Gill y Vincent McNabb, eran también católicos famosos. De hecho, McNabb, como fraile dominico, era uno de muchos activistas sociales católicos que promovían ideas similares a las distributistas en toda la Europa de la década de 1920.[3] Por lo tanto, es natural que muchos hayan buscado asociar los fundamentos teológicos del Distributismo con la enseñanza social de la Iglesia Católica. La encíclica Rerum Novarum del papa León XIII de 1891 es con frecuencia citada como la justificación teológica del movimiento.[4]

Sin embargo, aún una lectura superficial de la Rerum Novarum demuestra que las radicales propuestas distributistas de transformación social no se encuentran por ningún lado en un documento que es vagamente corporativista. La encíclica sí recomienda que “las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad”.[5] Por qué, cómo y de qué deben convertirse en propietarios no se especifica. Y el documento ni siquiera sugiere remotamente un límite en el tamaño de la empresa industrial ni un programa a gran escala de redistribución de la riqueza económica.

Por lo tanto, a pesar de su cara católica romana, parece prudente buscar en otro lado la matriz del pensamiento distributista, no debido a un reclamo sectario de superioridad, sino con el fin de interpretar ese pensamiento de forma inteligente. Bajo esta luz, parece casi innecesario notar que el Distributismo es típicamente un fenómeno inglés.[6] De hecho, es difícil diferenciar, tanto en términos ideológicos como de membresía, el Distributismo de otros muchos movimientos que surgieron simultáneamente en la Inglaterra de principios del siglo XX: el socialismo corporativista, el Movimiento de Regreso a la Tierra, el Movimiento por la Cristiandad, el crédito social, el Movimiento de Clubes de Pueblos, la Hermandad Cristiana Industrial, la Asociación de Educación de Trabajadores, el Concepto de Asociacionismo Industrial y el cooperativismo, entre muchos otros.[7] Todos ellos tenían las mismas raíces culturales que el Distributismo; y estas raíces son ciertamente religiosas, pero no son esencialmente católicas romanas. Sino que son anglo-católicas.[8] La importancia de esta tradición no está tanto en que haya sido inspirada en una única encíclica papal, sino en una experiencia intelectual y práctica bastante anterior y mucho más extensa de quienes se llamaban a sí mismos “socialistas cristianos”. Chesterton y Belloc eran doctrinalmente católicos pero culturalmente ingleses, y es su herencia cultural, incluyendo su teología social, la que se ve expresada en el Distributismo.

Personajes como Maurice Reckitt, V. A. Demant y Arthur Penty, entre muchos otros, fueron tan importantes intelectualmente para el Distributismo como Chesterton y Belloc. No eran personajes católicos sino anglicanos. De muchas maneras, eran más importantes para el Distributismo porque publicitaban los principios sobre los que se asentaba el movimiento en un estilo mucho menos polémico y mucho más respetuoso.[9] Faith and Society de Reckitt (1932), God, Man and Society de Demant (1933), Towards a Christian Sociology de Penty (1923) y una colección de ensayos con el título The Return to Christendom (1922) a la cual contribuyeron Reckitt y Penty, son algunos de los trabajos contemporáneos que contenían las preocupaciones sociológicas y antropológicas del Distributismo sin tantos “bombos y platillos”, digamos, que demandaban ensayos políticos menos cerebrales.[10] Estos hombres eran viejos amigos de Chesterton y lo siguieron siendo tras su conversión. También son representativos del círculo intelectual dentro del cual el Distributismo era tomado en serio. De alguna forma uno puede impresionarse de que las conexiones con Chesterton se limiten a un breve ensayo, sin embargo la intimidad está clara. Chesterton escribió el epílogo a The Return to Christendom, libro que lanzaba la sociología cristiana. También Chesterton estuvo involucrado con Reckitt y Demant en el lanzamiento del grupo Christendom. Arthur Reckitt fue miembro del comité editorial del G. K.’s Weekly desde 1924 y era el Tesorero de la Liga Distributista desde su fundación en 1926. Y escribió un tributo a Chesterton cuando su muerte, llamándolo “profeta cristiano para Inglaterra”, donde reflejaba no sólo su evaluación del papel de Chesterton para la vida nacional, sino también su gratitud por la fe que él creía había recibido a través de Chesterton.[11] Una cita de Chesterton fue tallada en su lápida en Roehampton, lo que refleja el nivel de héroe que Reckitt dio a Chesterton.[12] Arthur Penty (colega fabiano de Tawney, Morris y Ruskin) se asoció a la comunidad de Ditchling de Eric Gill y Hilary Pepler inspirada en el Distributismo, y es probable que haya inspirado a Belloc con su libro The Restoration of the Gild System (1906).[13]

Entonces, el Distributismo es parte del pensamiento social católico inglés. Poner una fecha específica para la inspiración anglicana del Distributismo es riesgoso. Pero una buena suposición es el año 1852, cuando el famoso abogado empresarial, John Malcolm Ludlow, exitosamente logró la sanción de la Ley de Sociedades Industriales y Previsionales.[14] En un tiempo en que la ley inglesa prohibía en la práctica la registración de pequeñas esfuerzos cooperativos debido a los sustanciales requerimientos de capital que estaban más allá de las posibilidades de todos excepto de los ricos, esta ley buscaba la creación de una suerte de entidad legal que poseyese la identidad y la protección de una sociedad comercial pero con la facilidad de fundación de una cooperativa.[15] Con esta ley, Ludlow creó exitosamente las primeras “guildas” modernas de artesanos para sastres, costureras y zapateros de Londres.[16] La nueva ley liberó a los miembros de las asociaciones de lo que Maurice llamaba “la idolatría del mecanismo social”.[17] Estas “asociaciones” tuvieron vidas cortas, disolviéndose gracias a los enfrentamientos que causó su mismo éxito. Lo que quedó, sin embargo, fue un marco legal institucional que aún en el siglo XXI es operativo en Gran Bretaña.[18]

Pero para Ludlow, este logro no era principalmente legal, ni siquiera social, sino teológico. Ludlow encabezaba una propuesta que él mismo formuló tras la crisis política francesa de 1848: la “cristianización” del socialismo.[19] El primer receptor y, más tarde, colaborador fue el teólogo anglicano F. D. Maurice, a quien H. R. Niebuhr identificó como el ejemplo del “Cristo transformador de la cultura” y quien, con frecuencia, es tomado como iniciador del socialismo cristiano.[20] Maurice aceptó esta propuesta no como base de un programa político sino como tema de un desarrollo puramente teológico que tenía implicancias políticas.[21] Si los “tractarianos” del Movimiento de Oxford (Pusey, Keble, Newman) buscaban meter gente en la iglesia, los activistas del Socialismo Cristiano (Maurice, Ludlow, Kingsley[22]) tuvieron la misión complementaria de llevar la iglesia a la gente.[23] Niebuhr sintetiza la mirada de Maurice en forma concisa:

“Salvación universal significa más que tan sólo volver los egoísmos individuales a su verdadero centro. Gracias a la creación por la Palabra, los hombres son sociales… La realización íntegra del reino de Cristo, por lo tanto, no significa la sustitución de todas las organizaciones individuales de los hombres por una nueva sociedad universal, sino la participación de todas aquéllas en el único y universal Reino del cual Cristo es su cabeza.”[24]

Los presupuestos teológicos de Maurice son evidentes en el précis de Niebuhr: 1) El evangelio del amor cristiano (particularmente como se ve expresado en el Evangelio de Juan) debe tomarse en forma literal y en un sentido claramente universalista; la redención es un evento social no sólo personal.[25] 2) El Reino de Dios es en esta creación renovada, no en algún lugar “celestial”; las estructuras sociales existentes no serán destruidas sino transformadas en, y a través de, Cristo.[26] En una palabra, la idea de Maurice acerca del mundo es escatológica. Él es un agente de lo divino al acercar un poco el Reino prometido. La “nueva corporación” de Ludlow no es más que un pequeño paso en la realización del Reino.

Creo que es sólo mediante tal sensibilidad escatológica que pueden comprenderse los diversos movimientos sociales experimentales que emergieron del Socialismo Cristiano, incluyendo el Distributismo. Reckitt reconocía el sustrato escatológico del intelecto de Chesterton, y consideraba que Chesterton invirtió “sus principales energías no en un cultivo llamativo de lo permanente, sino en la interpretación del significado de la vida diaria sobre el marco de los valores eternos”.[27]

Demant sostuvo con firmeza respecto a un movimiento similar: “[El caso] no es simplemente abogar por un cambio técnico de un mecanismo; es exigir lo contrario de un orden económico [espiritualmente] falso.”[28] El Distributismo es una afirmación imaginaria —no del fin de los tiempos “real”, que de suyo es inimaginable, sino de una posibilidad, provocadora de la imaginación, de una sociedad que ha sido recreada gracias al poder divino—. Es una idea teológica, no política. Es decir, es una descripción de las relaciones que pueden ser parte de una sociedad redimida.[29] Estas relaciones son, en primer lugar, las familiares, que expresan una preocupación natural mutua, y no contractual, que refleja meras obligaciones.[30] Éste es el tipo de relación en el cual pueden percibirse y desarrollarse las “inclinaciones naturales” del individuo (vocación), como una contribución al todo. Es este tipo de relación que Ludlow logró con su ley. Los Distributistas recuperaron esta relación como una especie de principio social en la misma línea que el obispo anglicano William Temple:

“El método de impacto de la Iglesia en la sociedad como un todo debe ser de dos formas. Primero, la Iglesia debe anunciar los principios cristianos y señalar dónde el orden social existente está en conflicto con ellos. Segundo, debe pasar entonces a los ciudadanos cristianos, que actúan en cumplimiento de sus deberes cívicos, la tarea de remodelar el orden existente en conformidad cada vez más próxima con esos principios.”[31]




Maurice Benington Reckitt (1888-1980)
teólogo anglocatólico, sociólogo, periodista, teórico distributista y gran jugador de croquet



[1] Cf. What’s wrong with the world, citado más abajo, pp. 21 y 45, y The servile State, p. 86 – pace Cooney en Beyond Capitalism, p. 19, que cree que el Distributismo es esencialmente un movimiento político. Cf. A. J. Penty, Towards a Christian Sociology (London: G. Allen & Unwin, 1923), pp. 15, 16 y 37. También cf. Distributism: A manifesto, p. 38.

[2] No pretendo negar las influencias literarias y filosóficas que estaban claramente presentes, particularmente las de Carlyle, Ruskin, Arnold y Morris. Sin embargo, la principal fuerza incluso en éstos era, creo, en última instancia, la teología cristiana peculiar de la Iglesia de Inglaterra culturalmente asimilada.

[3] Cf. F. Compagnoni y H. J. Alford, Preaching Justice: Dominican contributions to Social Ethics in the Twentieth Century (Dublin: Dominican Publications, 2007).

[4] Cf. V. McNabb, The Church and the land (London: Burns Oates & Washbourne, 1926), pp. 3 y 17; Beyond Capitalism & Socialism, pp. 13 & seq.; Thomas Storck en http://distributism.blogspot.com/2009/01/interview-with-thomas-storck.html y http://www.theuniversityconcourse.com/VI,1,10-3-2000/Storck.htm. Phillip Blond también declaró que la encíclica del papa Benedico XVI, Caritas in Veritas, es “un repudio tan decisivo de la economía neoliberal como un reconocimiento de los principios distributistas”; cf. Allan Carlson, “A Distributis View of the Global Economic Crisis”, http://www.frontporchrepublic.com/2009/07/a-distributist-view-of-the-global-economic-crisis-a-report. Sin mencionar al Distributismo, Adrian Pabst, un colega de Blond, también encuadra a la encíclica de Benedicto dentro de la misma causa económica: http://www.guardian.co.uk/commentisfree/belief/2009/jul/20/pope-benedict-capitalism-economics.

[5] Papa León XIII (1878-1903), Carta Encíclica Rerum Novarum. [N. del T.: Hemos tomado la traducción que se encuentra en http://www.vatican.va/holy_father/leo_xiii/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_15051891_rerum-novarum_sp.html.]

[6] Esto a pesar de la muy citada opinión del Vicario de Ipswich que consideraba el pensamiento de Belloc demasiado francés. Cf. A. Hastings, A history of English Christianity, 1920-2000 (London: SCM Press, 1991), p. 176, que nota que el Distributismo era “mayormente de inspiración anglo-católica”; también cf. p. XXIII. No pretendo debatir las contribuciones de los escoceses, galeses e irlandeses al mejoramiento social de Gran Bretaña. Sin embargo, en el caso del Distributismo, los protagonistas y sus loci operandi son casi totalmente ingleses.

[7] Cf. J. F. Laun y W. Temple, Social Christianity in England: A study in its origin and nature (London: Student Christian Movement, 1929). También cf. N. Carpenter, Guild Socialism: An historical and critical analysis (New York: D. Appleton, 1922), especialmente pp. 46 & seq.

[8] Cf. A history of English Christianity, pp. 174 y 175. Estos grupos tienen en común la falta de presencia en los centros del poder político. Todos son políticos, al menos indirectamente, pero no como “lobbies” en el sentido actual. Por el contrario, se enfocaban en las relaciones entre los miembros, y no en la acción política.

[9] A pesar de su cariño por Chesterton y el movimiento, Reckitt notaba que algo de los escritos distributistas era “escapista”. Alec Vidler, otro teólogo anglicano, también notaba “… el horrible montón de amateurismo y la falta de conocimiento específico” en el Distributismo. Cf. A history of English Christianity, p. 179. G. B. Shaw, por lo tanto, no estaba completamente equivocado cuando remarcaba la “credulidad católica acerca de los cuentos de hadas”. Cf. The outline of sanity, p. 9.

[10] Cf. también The Acquisitive Society, citado más arriba.

[11] M. B. Reckitt, G. K. Chesterton: A Christian prophet for England to-day (London: S.P.C.K., 1950).

[12] Cf. M. B. Reckitt, As it happened: An autobiography (London: J. M. Dent, 1941), p. 179. Cf. también J. S. Peart-Binns, Maurice B. Reckitt: A life (Basingstoke: Bowerdean and Marshall Pickering, 1988).

[13] Las relaciones se pueden expandir también históricamente. Por ejemplo, Chesterton se vio decisivamente influenciado por las novelas de George MacDonald, un ministro congregacionalista (y escocés), que consideraba a F. D. Maurice como su maestro. MacDonald era, como Maurice, un universalista y en sus novelas “de ensueño” expresa el mismo sentido de la redención de este mundo como lo hacía Maurice en su teología. Aunque esta tradición literaria puede verse mejor en las obras de Williams, Tolkien, Auden y Lewis, creo que está también como subtexto de mucho de la obra literaria y del activismo social de Chesterton. En cuanto al asunto del Distributismo, ambos aspectos de la teología de Maurice están presentes con seguridad.

[14] Cf. Christian Socialism, p. 184.

[15] Cf. Christian Socialism, pp. 193 & seq.

[16] Para Belloc, las antiguas guildas inglesas eran la forma más auténtica de corporación. Cf. The Servile State, p. 49. Es relevante notar la afinidad de Ludlow con la preocupación de Chesterton por la “autodeterminación”: “Dejad que cada hombre se gobierne a sí mismo… en hermandad con otros.” Citado en Christian Socialism, p. 63.

[17] Citado en Christian Socialism, p. 187.

[18] La Ley de Sociedades Industriales y Previsionales fue revisada en 1965 y aún tiene vigencia.

[19] Maurice fue el primero en usar el término “socialista cristiano” en impreso en 1850.

[20] H. Richard Niebuhr, Christ and Culture (San Francisco: Harper Collins, 1950), pp. 218-229; y C. E. Vulliamy y la Sociedad Fabiana de Gran Bretaña, Charles Kingsley & Christian Socialism (London: The Fabian Society, 1914).

[21] Este énfasis teológico es un tema incansable del Movimiento Socialista Cristiano. Cf. W. M. Davies y F. D. Maurice, An introduction to F. D. Maurice’s Theology base don the first Edition of ‘The Kingdom of Christ’ (1838) and ‘The Faith of the Liturgy and the Doctrine of the Thirty-nine Articles’ (1860) (London: S.P.C.K., 1964); V. A. Demant, God, Man, and Society: An introduction to Christian Sociology (London: Student Christian Movement Press, 1933), p. 19; M. B. Reckitt, Religion and Social Purpose: Three lectures given to the York Diocesan Clergy School, 1934 (London: S.P.C.K., 1935), pp. 7, 28, 48, 66 y 136; W. G. Peck. A Christian Economy (London: S.P.C.K., 1954), pp. 5 y 7; W. G. Peck, The Divine Society: Christian dogma and social redemption (London: Student Christian Movement, 1925), p. 9. La afirmación que hacen Reckitt y Demant es más sutil que la de la Ortodoxia Radical de hoy. En vez de decir que “no existe lo secular”, el lema de Demant podría ser: “no existe lo secular que no pueda ser santificado”.

[22] Significativamente, Cooney identifica a Kingsley como “el gran pre-distributista” en Beyond Capitalism, p. 13, al mismo tiempo que hace referencias frecuentes a la Rerum Novarum. Lo que Maurice temía en Pusey y en Newman era la sustitución del dogma por Dios. Cf. Introduction to Christian Sociology, p. 12.

[23] Cf. Charles Kingsley, p. 3.

[24] Christ and Culture, p. 226.

[25] Cf. Christian Socialism, p. 76.

[26] Maurice perdió su puesto en el King’s College por mantener esta idea. Cf. C. E. Raven, Christian Socialism, 1848-1854 (London: Macmillan, 1920). La continuación de este principio en el Distributismo es clara. Cf. M. B. Reckitt, A Christian Sociology (1934), p. 16.

[27] Maurice B. Reckitt: A Life, p. 81.

[28] El movimiento al que se refería era el del Crédito Social, movimiento al que apoyaba.

[29] Cf. V. A. Demant, Christian Polity (London: Faber and Faber, 1936), pp. 31, 43, 44 y 69. También cf. Region and Social Purpose, p. 2. Lo mismo que otros aspectos del Socialismo Cristiano, la continuidad de énfasis es subrayable. Cf. J. F. D. Maurice, “The Kindgom of Christ: Or hints on the principles, ordinances, and constitution of the Catholic Church”, en Letters, by a Clergyman of the Church of England, vol. 3 (London, 1837), p. 288: “Las relaciones humanas no son tipos artificiales de algo divino, sino más bien los medios mediante los cuales el hombre asciende a cualquier tipo de conocimiento de lo divino”.

[30] Cf. G. K. Chesterton, What’s Wrong with the World (Leipzig: Berhnard Tauchnitz, 1910), especialmente pp. 45-78.

[31] W. Temple, Christianity and Social Order (Harmondsworth: Penguin Books, 1942). Según se dice, Temple se describía a sí mismo y a Chesterton como Tweedledum y Tweedledee, los gemelos gordos de Alicia en el País de las Maravillas. Cf. A History of English Christianity, p. 233.


viernes, 3 de junio de 2011

Fuentes y aplicaciones del Distributismo (III)


III-Distributismo y poder político

Pero la preocupación política con el riesgo sistémico tiene también sus dificultades prácticas. No existe definición precisa en ninguno de los escritos distributistas acerca de la forma en que el Distributismo puede establecerse o mantenerse políticamente.[1] De hecho, existía más de una contradicción en su plataforma básica. Por un lado, el movimiento buscaba la autodeterminación, la libertad, para todos. Debía haber una “mínima interferencia en las vidas y el trabajo de la gente” por parte del Estado.[2] Sin embargo, el nivel de coerción necesaria para distribuir la tierra y otros recursos productivos de la forma propuesta por Chesterton y Belloc era escalofriante, sugiriendo niveles estalinistas de expropiación y una intervención oficial masiva en la vida diaria. Adicionalmente, nunca se consideró cómo mantener la distribución una vez que fuese inicialmente conseguida.[3] La presunción parece haber sido de que el ideal distributista del capital disperso, una vez que fuese experimentado, sería evidentemente recomendable para todos.[4] Más aún, por medios que no se especifican, aquéllos que fracasasen presumiblemente tendrían una nueva oportunidad; mientras que, los que fuesen demasiado exitosos y comenzasen a convertirse en “grandes” respecto a sus vecinos, no tendrían problemas en repartir su riqueza excesiva periódicamente con ellos. Pero, los poderes burocráticos y policíacos necesarios para mantener un sistema tal estarían probablemente más allá de las posibilidades de cualquier gobernante absoluto, antiguo o moderno. En cualquier caso, violarían el mismo principio de la autodeterminación.

Profundizando, la cuestión del tamaño de cualquier empresa industrial o financiera, únicamente, no siempre es el del riesgo sistémico el problema central. Hoy estamos concientes, como no lo estaban Chesterton y Belloc, de que el riesgo sistémico es un asunto extremadamente complejo. Sin una teoría articulada, el Distributismo era miope respecto a los peligros de la concentración de la decisión. Si las decisiones, no importa qué tan aparentemente independientes sean, están de hecho correlacionadas entre ellas, no importa demasiado si el poder formal está concentrado o distribuido. La concentración de la decisión puede verificarse de maneras sutiles muy variadas que no tienen nada que ver con la propiedad: a través de la difusión de información por los medios, sea falsa o no; a través de la sistemática tentación de la codicia o del miedo; a través de presupuestos teóricos compartidos acerca de cómo funciona el mundo; a través de la regulación que por su propia naturaleza busca reducir las variaciones de juicio; e, incluso, el simple deseo humano de ser amigable y estar en paz con el vecino. La correlación entre decisiones es especialmente preocupante en el mundo de las finanzas que es notoriamente sensible a los símbolos. Tanto los “toros” (los que compran al alza) como los “osos” (los que compran a la baja) corren en manadas. La “crisis de liquidez” de 2008/9 no afectó sólo a los instrumentos financieros, muchos de los cuales toman su precio independientemente de cada uno en tiempos normales, sino también a la mayoría de las industrias en la mayoría de las economías debido a las interdependencias establecidas a través del comercio mundial. Es cierto que, donde enormes recursos dependen de una única decisión, el riesgo es por definición sistémico. Pero no necesariamente debe existir una única decisión o un único decisor para estar sujetos al riesgo sistémico. La crisis financiera de carácter mundial que actualmente estamos viendo no es el resultado de una decisión única, de Lehman por ejemplo, por promover y dedicarse a la distribución de carteras de inversión actuarialmente no probadas. Miles de bancos independientemente decidieron invertir en ellas, extendiendo los llamados “activos tóxicos” a todo el planeta. Es esta correlación la que es esencial al problema, y ella no puede superarse por la mera distribución de poder.



Cartel de motivación en broma:
PODER POLITICO
Es lindo estar alejado de los efectos de tus propios errores.
[Fuente: MotivationalBuck.com]


[1] The Outline of Sanity, pp. 80 & seq., es un ejemplo típico del nivel de detalle que traen las publicaciones distributistas.

[2] Man unchained, p. 17.

[3] Liberty and Property, p. 16, simplemente dice que “donde la propiedad esté bien distribuida, los hombres proveerán contra la acumulación de propiedad por parte de algunas a costas de otros”. Presumiblemente, la “provisión” será a expensas de aquellos “otros”. The Outline of Sanity, p. 15 & seq., argumenta que las objeciones al Distributismo basadas en la premisa de que una equidad razonable es insostenible son falaces. Sin embargo, tampoco da ningún argumento afirmando que dicha equidad pueda ser mantenida en el tiempo.

[4] Cf. Liberty and Property, p. 12.


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