Foto: Ditchling en la década de 1920

viernes, 26 de noviembre de 2010

Guilda de San José y Santo Domingo

En 1907, Eric Gill, un escultor de 25 años, dejó el barrio de Hammersmith en el oeste de Londres y se mudó con su familia a Ditchling, una pequeña aldea rural de Sussex. Gill era un artista de fuertes convicciones y sus estudios teóricos lo habían convencido de que la vida rural era mejor a la de las grandes metrópolis, no sólo para desarrollar su arte, sino también para sus hijos.

Seis años después, Gill decidió ir un paso más allá y, abandonando la High Street de Ditchling, se mudó unos 3 km. al norte, a un terreno adquirido en Ditchling Common, en las afueras de Burgess Hill, donde quiso probar una vida de autosuficiencia. En los dos acres que poseían —poco menos de una hectárea—, los Gill fundaron una granja donde producían su propia leche, manteca, huevos y pan. También hacían su propia ropa y la de sus hijos.

Poco después, el calígrafo y letrerista Edward Johnston, nacido en 1872 y que había sido profesor y compañero de habitación de Gill en los tiempos en que éste era estudiante, se mudó también a Ditchling con su familia. Lo mismo hizo en 1913, el agente social devenido en imprentero artesanal H. D. C. Pepler.

En un principio los Pepler se mudaron a la casa de los Gill, llamada “Hopkins Crank”. Además de la casa habitación, tenían en el terreno un pequeño tambo, llamado “Little Crank”, y el taller de Eric en un antiguo estable conocido como “Crank Barn”. Gill, Pepler y Johnston tenían pensado fundar una comunidad artesanal como las que el Movimiento de Artes y Artesanías había fundado en otras zonas con relativo éxito.

El primer proyecto comunal fue el periódico The Game, cuyo primer número salió en octubre de 1916 y que se convertiría en la voz de ese mundo.

La comunidad adquirió un cariz totalmente revolucionario cuando, en 1917, recibieron la visita del dominico Vincent McNabb. La imagen de este “monje del siglo XIII en pleno siglo XX”, junto a su ardiente catolicismo y su vivo interés por lo social, encendieron la imaginación de Gill y Pepler. El proyecto, al que se había unido el joven Desmond Chute, veía la necesidad de unir mejor a los artesanos por medio de un voto religioso. Vale decir que Pepler, nacido y criado como cuáquero y, luego, socialista, no era católico, aunque tenía en mucha estima al padre McNabb. Poco después, será recibido en la Iglesia, junto a su familia, adoptando el nombre de Hilary. Por su parte, Johnston, aunque era un hombre profundamente religioso y colaboró como pocos con el proyecto, nunca se convirtió al catolicismo, en parte para no contradecir a su esposa, devota presbiteriana.

El 29 de julio de 1918, Hilary Pepler, Eric Gill y su esposa, el comandante Herbert Shove (veterano de la Primera Guerra Mundial y que recientemente se había mudado a Ditchling) y Chute ingresaron a la Tercera Orden de Santo Domingo. A continuación, los nuevos terciarios levantaron una pequeña capilla para la oración en común y se abocaron a la tarea de consolidar el proyecto comunitario.

Simultáneamente, habiendo culminado recién la Gran Guerra, comenzaron a juntar dinero para construir un crucifijo monumental, idea pergeñada por Gill, en conmemoración de los marinos y soldados católicos de Sussex fallecidos durante la guerra y en acción de gracias de los que volvieron al hogar. Ya con el dinero, ese mismo año, Gill talló en madera e inauguró el crucifijo proyectado. El crucifijo tenía 26 pies y, originalmente, fue instalado sobre un pedestal en el Spoil Bank, un terreno triangular en la esquina de Ditchling Common y Folders Lane, mirando las vías del ferrocarril, que fue adquirido con parte del dinero recolectado. El crucifijo, que en su patetismo reflejaba las propias experiencias de Gill en la guerra (había estado asignado a la Royal Air Force durante un breve período), se convirtió en símbolo de Ditchling y de la institución de la que hablamos. Lamentablemente, en 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, el mismo fue retirado para evitar que sirviese como marca para los bombarderos que amenazaban Londres. El crucifijo quedó casi abandonado en uno de los talleres de la Guilda al final de Folders Lane durante el resto de la guerra. Al final de ella, se encontró que se habían dañado los brazos y el patíbulo de la cruz, por lo que fue vendido y hoy se encuentra colgando de una pared de la capilla y centro cultural de la Rensselaer Newman Foundation de Troy (Estado de Nueva York). Junto a las vías del tren se colgó una reproducción más pequeña que aún existe y el pedestal en el Spoil Bank aún puede verse.

Volviendo a 1920, en ese año Gill, Pepler y Chute fundan la Guilda de San José y Santo Domingo, que convirtieron en el centro que daba vida a la colonia de artesanos y agricultores de Ditchling. Aunque la Guilda nació el 18 de julio de ese año al aprobarse su constitución, su formalización tuvo lugar recién el 10 de octubre, luego de que el proyecto recibiera el visto bueno del Padre McNabb y se les uniera Joseph Cribb —aprendiz, terciario dominico y, luego, continuador de Gill—.

Al año siguiente, en septiembre de 1921, la Guilda publicó una solicitada en los diarios avisando de su existencia. “La Guilda de los SS. José y Domingo —decían— es una guilda de artesanos, pero no es principalmente una guilda de artesanos. Es antes que nada una fraternidad religiosa para quienes hacen cosas con sus manos. Como guilda, su objeto es la santificación de sus hermanos, y sostiene que el amor de Dios es la única fuente del bien.” En 1922, Pepler imprimió la Constitución y las Reglas de la misma en papel artesanal encuadernadas en unas tapas donde se veía la insignia de la Guilda —una mano abierta marcada con una cruz, diseñada por Gill—. Asimismo, la Guilda constituyó The Spoil Bank Association Ltd. como sociedad en cuya cabeza se pusieron las propiedades de la misma.

Los miembros de la Guilda debían ser todos ellos terciarios dominicos. En cuanto artesanos debían también ser propietarios de sus talleres y herramientas. Siendo que el trabajo es una forma de culto divino, debían observarse los mayores estándares de calidad. Como una forma de santa pobreza, el artesanado como principal medio de via era condición necesaria para pertenecer a la Guilda. Los miembros de ésta debían reunirse diariamente para las oraciones principales y estudiar la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII.

En 1921, Chute había abandonado la Guilda para ingresar en la Orden de Santo Domingo y, eventualmente, convertirse en sacerdote. A pesar de que este hecho fue muy lamentado por Gill, a comienzos de los ’20, Ditchling creció mucho. Alrededor de la Guilda, se conformó toda una comunidad rural, llena de talleres, con una biblioteca, una lavandería, una huerta, un banco independiente, un jardín, un vivero y una capilla católica.

Entre los primeros jóvenes que se acercaron a Ditchling para ver de qué se trataba, estuvo David Jones, brillante pintor que, eventualmente, será consumado poeta. Veterano de la Guerra Mundial y recién converso al catolicismo que había conocido por primera vez en las trincheras, quedó admirado del proyecto y la personalidad de Gill. Su mayor contribución a la Guilda fueron los murales con los que decoró la capilla comunitaria.

En 1922 se les unió Philip Hagreen, ebanista consagrado y fundador de la Society of Wood Engravers. También recibían periódicamente a personalidades católicas de ese tiempo. Entre las visitas más queridas y recordadas, estaban las de Hilaire Belloc y Gilbert K. Chesterton.

Todo parecía andar bien, hasta que, a fines de 1924, Eric Gill decide abandonar la Guilda. Esto sucedió poco después de que los Gill hubiesen visitado una guilda de artesanos católicos en Gales, en torno a la antigua abadía abandonada de Capel-y-ffin, e intentaran persuadir a ambos grupos de una fusión. Esto hubiese significado la mudanza de uno de las dos comunidades, lo cual requería esfuerzos imposibles. La Guilda de San José y Santo Domingo rechazó la propuesta de Gill y éste renunció, para mudarse muy poco después a las Montañas Negras de Gales. La partida de Gill tuvo un efecto terrible en algunos de los miembros fundadores de la Guilda. Algunos miembros y varios aspirantes siguieron a Gill a Capel (por ejemplo, David Jones y Philip Hagreen), aunque la mayoría permaneció en Ditchling. Sobreponiéndose, Joseph Cribb, que hasta el momento había sido aprendiz de Gill, tomó a su cargo el taller de su antiguo maestro.

Mucho se ha especulado sobre las razones de la partida de Gill. Los desórdenes en la contabilidad que llevaba Pepler y preocupaban a Eric, la “popularidad” de la Guilda que recibía constantemente personalidades venidas de Londres perturbando el trabajo y la vida de la misma, diferencias ideológicas entre Hilary Pepler y Eric Gill, y —de acuerdo con investigaciones publicadas recientemente— la imaginación erótica de Gill y posibles costumbres abusivas del mismo.

La Guilda perduró aún durante unos 70 años, ejerciendo una influencia dominante y positiva sobre el arte y artesanado católico de las Islas Británicas y el exterior. Sobre la base de principios religiosos firmes, la Guilda también fue importante desde un punto de vista teórico-político. Los trabajos de Pepler de esa época hablan de tiempos futuros en que “el trabajo sea nuevamente de la misma naturaleza que el sacramento, un voto del hombre y una ofrenda a Dios”. La Guilda invitaba, no sólo con su ejemplo, sino también con sus publicaciones, a que todos los trabajadores sean amos de su propia producción y no eslavos de las ganancias de otros hombres.

Originalmente, todos los miembros de la Guilda debían ser terciarios dominicos, aunque también hubo terciarios en Ditchling que no se unieron a la Guilda, e —incluso— artesanos no católicos que formaban parte de la comunidad de Ditchling (aunque no de la Guilda, cosa que estaba prohibida). En 1928 se relajaron las regulaciones estrictas de la Guilda y se admitieron miembros no terciarios. Para este tiempo, luego de la crisis generada por la salida de Gill, las cabezas más visibles de la Guilda eran, además de Pepler y Joseph Cribb, el carpintero y granjero George Maxwell, y los tejedores Valentine KilBride y Bernard Brocklehurst. En 1932 se les sumó el platero Dunstan Pruden.

En los ’30 se incorporaron numerosas novedades que no eran parte de las tareas de la Guilda según el esquema original. Se iniciaron sesiones grupales para discutir y regular las normas de trabajo. Fruto de estas reuniones fue la publicación del libro-catálogo Things for Devotional and Liturgical Use (Cosas para uso devocional y litúrgico), incluyendo fotografías, y que fue enviado a varios potenciales clientes.

El lema de la Guilda encapsulaba su filosofía: “Hombres ricos en virtud estudiando la belleza y viviendo en la paz de sus casas”. Fue gravada en una placa de piedra que, actualmente, se encuentra en el Cheltenham Museum.

El 4 de agosto, Día de Santo Domingo, era un día de fiesta para la Guilda, al que acudían numerosos vecinos de Ditchling y de los pueblos cercanos. Para los niños se organizaban eventos deportivos, mientras los adultos tomaban té en la huerta, y había teatro y mimos para todos. Al anochecer, se reunían todos en el pub local para comer.

Otro golpe para la Guilda ocurrió en 1933 cuando Pepler, desobedeciendo la Constitución y las Reglas, contrató a un empleado que no era católico. Esto motivó su expulsión en 1934 y un feo enfrentamiento judicial por la propiedad de la imprenta de la Guilda, que Pepler trasladó a la aldea de Ditchling en 1937.

En esta época llegó a la comunidad un joven escultor de mucho potencial, John Skelton, sobrino de Eric Gill, que se convirtió en aprendiz de Cribb.

En 1937, la comunidad se dividió respecto a la colocación de una cabina telefónica en su ámbito. Finalmente, debido a que la electricidad y las herramientas industriales estaban prohibidas hasta en los talleres, se decidió que el lugar ideal sería fuera de los terrenos comunitarios, en la calle cercana. La incorporación de “mejoras” tecnológicas fue de allí en más una constante fuente de discusiones.

Durante la Segunda Guerra Mundial, tanto Maxwell como KilBride perdieron hijos. Y Joseph Cribb, talentoso escultor que había sido ayudante de Gill, sirvió para la British Home Guard como observador aéreo y perdió a uno de sus aprendices, Albert Leany. Por su lado, las restricciones en la comercialización de seda hicieron que Brocklehurst y los KilBride se alejaran de Ditchling.

Terminada la guerra, aunque parecía imposible reconstituir la Guilda, comenzaron a acercarse a ella algunos viejos miembros y otros nuevos. En 1946, los KilBride regresaron de Escocia, y el prestigioso ilustrador Edgar Holloway visitó la comuna. Philip Hagreen también regresó y, por su parte, Cribb tomó a un nuevo aprendiz, Kenneth Edgar. Finalmente, en 1949, Holloway y su esposa Daisy Monica Hawkins, antigua modelo de Eric Gill, se mudaron a Ditchling aceptando la invitación de Hagreen de incorporarlo a su taller.

Por algún momento, se pensó que una nueva generación estaba lista para continuar la tradición de la Guilda. Sin embargo, la Postguerra trajo también desinterés por la vida comunitaria y cierto cansancio: las reuniones dejaron de durar horas como antes y se rechazaban, casi sin consideración, muchas solicitudes de incorporación.

Como resultado de las reformas del Concilio Vaticano II, en 1970 se decidió incorporar a la primera mujer: Jenny, hija de Valentine KilBride. Cinco años después, en 1975, se le unió Winefride, viuda de Dunstan Pruden.

En 1972 tuvo lugar una notable modificación del estatuto de The Spoil Bank Association Limited. El original preveía que, en caso de disolverse la sociedad y la Guilda, los bienes o el producto de su venta, beneficiarían a la Orden Dominicana. Esto se cambió, convirtiendo en beneficiarios a los miembros de ella. De acuerdo con John Prince, sobrino de Maxwell y autor de una página de Internet, esta reforma tuvo el efecto de que los viejos miembros de la Guilda no quisieran incorporar nuevos postulantes y que los activos de la misma fuesen vistos como una especie de fondo de retiro.

En 1983, el calígrafo Ewan Clayton, nieto de Valentine KilBride, se convirtió en el último miembro en ser admitido en la Guilda.

La gran tormenta de 1987 dañó seriamente los edificios de la Guilda al final de Folders Lane, en el límite con Burgess Hill. Y al año siguiente, se recibió una tentadora oferta para la venta de los terrenos con el fin de convertirlos en un desarrollo inmobiliario. Ewan Clayton y Jenny KilBride ofrecieron adquirir su parte a los demás miembros para salvarla, pero el voto negativo de los otros —Kenneth Eager (continuador de Cribb), Edgar Holloway (presidente), Thomas KilBride y Winefride Pruden— decidió el fin de la Guilda de San José y Santo Domingo, que fue liquidada en 1989 en medio de la enemistad de los antiguos cofrades. Los edificios de los antiguos talleres fueron demolidos, pero el proyecto inmobiliario quedó trunco y las dos casas que hoy pueden verse son posteriores a la Guilda.

Winefride Pruden siguió viviendo hasta su muerte en la aldea de Ditchling. Holloway falleció en 2008. Jenny KilBride aún vive en Ditchling y presidió la Comisión de Curadores del Museo local. Ewan Clayton vive en la cercana Brighton, donde aún trabaja en un taller de letrería, publica ensayos (el último sobre el famoso Evangelio de Lindisfarne) y da clases en las universidades de Sunderland y Roehampton.

Dados sus orígenes católicos, la principal producción de la Guilda fue el equipamiento de iglesias. Los crucifijos, las imágenes, los reclinatorios, los altares, los devocionarios e himnarios, las vestimentas litúrgicas y la platería, producidas en Ditchling por la Guilda durante sus 70 años de vida pueden aún encontrarse en todas las iglesias locales y en numerosos templos del resto de las Islas Británicas.

Recientemente, siendo una verdadera paradoja, Christie’s subastó seis volúmenes de la revista The Game por £ 1.430 y los ejemplares sueltos de esta revista mensual suelen venderse en Internet en alrededor de £ 100. Así de apreciada por el público es hoy aquella revista que comenzó como una forma de volcar las ideas estéticas y socioeconómicas de Pepler, Gill, Chute y Johnston, en una de las imprentas artesanales de William Morris, producida con hermosas imágenes (xilografías, litografías e ilustraciones) y cuidada caligrafía, por parte de los miembros de la Guilda de San José y Santo Domingo y sus amigos y colaboradores de Ditchling.


La mano, principal herramienta del artesano, y la Cruz -
insignia de la Guilda de San José y Santo Domingo.

Pueden verse numerosas imágenes tomadas de Internet de la comunidad de Ditchling y la Guilda en este sitio.


martes, 23 de noviembre de 2010

Reproducimos


martes 23 de noviembre de 2010

CONTRA LOS TÍTERES POLITIQUILLOS DE LA BANCA INTERNACIONAL



Todavía queda pueblo. Les han salido mal las cuentas (a ellos): no nos han podido convertir a todos en esa masa amorfa con la que sueñan, esa multitud deformada por los medios de comunicación asociales, esa muchedumbre de contribuyentes y consumidores, abortistas potenciales que, por el canto de un duro, no fueron abortados; futuros sujetos de la eutanasia; conejillos de Indias para todo experimento toxicológico, social o político.

Y los que todavía somos pueblo, nos damos media vuelta y los dejamos -a los culpables de nuestros males- hablando en la nada. No me importan, gachones, vuestros discursos campanudos, vuestras proclamas humanitaristas sin Dios, vuestra soflama cosmopolita del triángulo y el compás, vuestra esperanzada espera en la instauración del reino del Anticristo.

Banqueros apátridas, políticos sin vergüenza, líderes de la opinión pública -que, bien que nos lo dijo Nietzsche: se compone de "perezas privadas"-, id a contadle vuestro cuento a quien todavía quiera escucharos. Y que os aproveche el tiempo que os queda, pues esto reventará más pronto que tarde.

No queremos de vosotros ni el aliento. Sois más falsos que Judas. Y no tenéis nada que decirnos, ya se va acabando el carrete y el rollo. Pues a estas alturas, ¿quién puede ignorar que sois las putas con traje del capitalismo financiero, extranjero y anónimo? ¿quién puede ignorar que sois una pandilla de maleantes con bonitas palabras?

Sois vosotros, politiquerío democrático y charlatán, los más viles lacayos de los magnates que amasan la riqueza en esas sus manos, las que nunca se untan -por motivos "religiosos"- con tocino.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Hacia una Economía centrada en la familia

Allan C. Carlson*

(New Oxford Review, diciembre de 1997, vol. LXIV, nº 10)

Comencemos con lo que algunos aún llaman la paradoja de una era de abundancia y riqueza que es también una era de degradación moral y declinación familiar.

El industrialismo del siglo XX produjo una abundancia creciente de bienes materiales, ingresos promedios cada vez más altos y mayores expectativas de vida. Sin embargo, el vigésimo siglo cristiano ha sido también testigo de un nivel sin precedentes de rupturas familiares.

Defino a la familia natural como la dada entre un hombre y una mujer comprometidos en una alianza socialmente aprobada llamada matrimonio, con los propósitos de propagación de la especie, comunión sexual, amor y protección mutua, la construcción de una pequeña economía hogareña y la preservación de las costumbres de generación en generación.

Mientras culminamos el segundo milenio cristiano, esta familia natural está desapareciendo en la mayor parte del mundo occidental como una presencia culturalmente significativa. Tasas decrecientes de matrimonios primerizos, extensión de divorcios, bajos niveles de nacimientos dentro del matrimonio, ilegitimidad creciente, promiscuidad rampante, cohabitación y aborto, y la sexualización de la cultura popular: estos desarrollos se han dado especialmente pronunciados en las mismas naciones donde el triunfo de la industria ha sido más completa.

Surgen preguntas críticas: ¿Están ambos desarrollos relacionados? ¿El crecimiento de la industria causa la ruptura familiar? Y si así es, ¿es posible encontrar una forma tanto de abundancia material como de virtud familiar? ¿Podemos generar una economía virtuosa?

Con respecto a la primera pregunta, la obvia pero aun así más olvidada, la respuesta es “sí”: La producción industrial moderna tiende, por su misma naturaleza, a minar los fundamentos materiales y psicológicos de la familia. Para entender por qué, necesitamos volvernos sobre la misma esencia de la industria moderna y de lo que ella ha reemplazado.

La economía pre-industrial —el entorno para la mayor parte del tiempo de la humanidad sobre la tierra— estaba centrada en el hogar, donde cada familia era mayormente autosuficiente, en la producción y preservación de la comida básica, en el refugio, en la ropa y en la educación principalmente moral y práctica. Esta autosuficiencia trae a la familia una cierta forma de independencia económica. Los maridos, las mujeres, los hijos y otros miembros del hogar se especializan en algún grado en las tareas, una natural división del trabajo que genera ganancias materiales. El hogar familiar natural sirve como unidad de producción tanto como de consumo, unidad construida sobre el altruismo y el amor, donde el principio del compartir desinteresado realmente funciona. Usando el lenguaje corrupto de fines del siglo XX, el hogar familiar no es una entidad “capitalista”; es más cercano al ideal socialista de un compartir desinteresado, donde el egoísmo y el individualismo están balanceados con las necesidades y requerimientos de la familia y la comunidad próxima, y este hogar se conserva mejor en un medio no industrial.

Esto explica porqué la familia natural encuentra su escenario favorable en la granja de subsistencia, entre los campesinos libres o minifundistas. El pequeño taller artesanal, también organizado alrededor del hogar familiar, sirvió (y sirve) como la contraparte pueblerina (o urbana) de este minifundio rural.

En su esencia, el proceso de industrialización significó romper estos hogares productivos de pequeña escala y distribuir sus partes humanas en fábricas: en fábricas materiales como molinos, enlatados, plantas automotrices y oficinas, y en fábricas sociales y educativas como escuelas estatales masivas para niños y geriátricos para ancianos. A través de la producción industrial de bienes físicos, la riqueza crece (es cierto) con ganancias extras que provienen de esta exagerada división del trabajo. Pero estas ganancias materiales exigen, a la vez, una pérdida de solidaridad e independencia de la familia.

Por eso es que es justo decir que tanto las modernas corporaciones industriales como los modernos Estados tienen un cierto interés en la desintegración familiar.

Visto en términos de eficiencia, la unidad familiar independiente representa una carga sobre el Producto Nacional Bruto. Los vínculos familiares interfieren con la distribución eficiente del trabajo humano y la producción casera limita la visibilidad en una economía de base monetaria. En verdad, lo que llamamos “crecimiento económico” se apoya, en una parte significativa, sobre la constante transferencia de funciones productivas del hogar, donde tales trabajos no son traducidos en dinero y por lo tanto no son contabilizados, hacia entidades industriales organizadas, tanto corporativas como estatales. A mediados del siglo XIX, estas funciones transferidas incluían la hilandería, la teneduría, la zapatería y la educación. Para comienzos del siglo XX, incluyeron además la producción y conservación de alimentos, el transporte y el cuidado de niños. En nuestro tiempo, estas transferencias de la familia a la industria incluyen además la preparación de comida, el paseo de niños y el cuidado de los ancianos.

De hecho, mucho de lo que medimos como crecimiento económico desde los ’60 ha sido simplemente la transferencia de las tareas caseras remanentes que comienzan a ser contabilizadas en términos monetarios —cocina casera, cuidado de niños, cuidado de ancianos— al pasar a entidades externas como Burger King, guarderías privadas o geriátricos estatales. La pequeña economía productiva hogareña queda así despojada de sus tareas económicas.

El trato de la mujer bajo el régimen industrial ofrece un verdadero caso de estudio. En el mercado de trabajo no regulado de comienzos del capitalismo industrial, lo mismo que en el programa formal del socialismo industrial, la mujer —particularmente la mujer joven— era especialmente deseada como trabajadora, por sus pequeños dedos, por su comportamiento obediente y, fundamentalmente, por sus efectos económicos colaterales: sumándola al mercado laboral el nivel general de salarios permanece bajo. En la Europa y los Estados Unidos del siglo XIX, las nuevas fábricas contrataban esposas, madres e hijas para mantener a raya a los artesanos especializados: los maridos y padres de estas mismas mujeres. Sólo con la larga y dificultosa organización del trabajo, enfocada en esos años a un grado sorprendente de restauración familiar, se reconstruyeron los límites de la decencia alrededor del hogar y se limitó la intrusión industrial en el hogar. Bajo los sistemas de “salario vital” o “salario familiar” del trabajo organizado a fines del siglo XIX y comienzos del XX, la fábrica solo podía requerir que un único miembro de la familia —normalmente el padre— fuese el que cobrara un salario suficiente para mantener su familia en la decencia. La mujer pudo, entonces, regresar al hogar para llevar, alzar, proteger y educar a su descendencia. Los niños también se vieron protegidos del ingreso prematuro al medioambiente industrial.

Incluso algunos industrialistas llegaron a percibir la sabiduría moral de este “salario familiar” y la virtud de preservar algún nivel de autonomía familiar dentro del sistema fabril. En los EE.UU., Henry Ford deslumbró a los observadores en 1914 al duplicar inmediatamente los salarios de los trabajadores casados, arguyendo que el trabajador “no es tan solo un individuo... Es miembro de un hogar... El hombre realiza su trabajo en la empresa, pero su mujer hace el trabajo en la casa. Por lo tanto, la empresa debe pagarle a ambos”. La alternativa, enfatizaba Ford, era “el horrendo espectáculo de niños pequeños y sus madres viéndose forzados a salir a trabajar”. En Francia, mientras tanto, sacerdotes católicos organizaron a los industrialistas de sus parroquias en círculos de estudio sobre la enseñanza social de la Iglesia. Estos patrones llegaron a diseñar un vasto y voluntario sistema de protección familiar que suplementaba los salarios pagados a las cabezas de familia con adicionales según el número de hijos. Para mediados de los ’20, este sistema voluntario también proveyó niñeras, enfermeras y adicionales por nacimiento y maternidad a las familias involucradas.

Sin embargo, la respuesta más común, y (admitámoslo) más lógica desde el punto de vista económico, fue una constante campaña para despedazar la familia en sus partes constitutivas. Desde su fundación a mediados del siglo XIX, la Asociación Nacional de Fabricantes (National Association of Manufacturers) de los Estados Unidos consistentemente batalló para desmantelar el sistema de “salario familiar” y lograr acceso de nuevo al mercado laboral para las mujeres casadas y los niños. Secretamente, según los rumores de la época, la organización de los empleadotes fundó en los ’20 el Partido Nacional de las Mujeres (National Women’s Party), el grupo feminista radical que fue autor de la propuesta de la Enmienda sobre Igualdad de Derechos en la Constitución de los Estados Unidos. La Asociación Nacional de Fabricantes, del brazo con las feministas, abiertamente luchó por poner fin a las protecciones legales especiales que existían para las mujeres y los niños. En los ’60, las mismas fuerzas festejaron juntas cuando el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue transformado desde una herramienta de justicia económica racial en un espolón de guerra contra el sistema de “salario familiar” estadounidense. La mayoría de las corporaciones se apresuraron a salir al vasto mercado laboral de mujeres, bajando el salario industrial promedio una vez más. Para 1990, las mujeres jóvenes se habían convertido en el grupo más “proletarizado” o asalariado en los Estados Unidos; más miembros de la familia trabajaban largas horas; y las tasas de matrimonios y nacimientos maritales se precipitaron al fondo.

El crecimiento de la educación estatal masiva ofrece otro caso de estudio de los efectos del industrialismo sobre la familia. Las investigaciones actuales sobre fertilidad demuestran que los padres reducen el tamaño familiar desde un promedio natural de siete hijos por hogar sólo cuando existe una disrupción en las relaciones económicas dentro de la familia. El demógrafo John Caldwell argumenta que, de hecho, es la educación masiva de los jóvenes la que conduce al cambio en las preferencias desde una familia grande a una pequeña, y así se promueve el deterioro de la familia como institución.

La tesis de Caldwell —que la industrialización de la educación por parte del Estado causa el declive familiar— soluciona el misterio que tanto ha intrigado a los historiadores estadounidenses: ¿Cómo explicar la constante caída en la fertilidad en los EE.UU. entre 1850 y 1900? A través de todo este periodo los EE.UU. eran un país predominantemente rural, y absorbía las masas de jóvenes inmigrantes, y los inmigrantes y granjeros suelen tener muchos hijos. Pero los datos desde 1871 hasta 1900 demuestran una muy marcada relación negativa entre la fertilidad femenina y la expansión de la escuela pública. La caída en la tasa de nacimientos está correlacionada con particular fuerza al tiempo promedio con que los niños existentes acuden a la escuela estatal en un año dado: Cada mes adicional en el ciclo lectivo de una escuela pública reduce el tamaño de la familia en ese distrito en un 0,23 por hijo. Vemos así cómo sacar la educación de los niños del escenario familiar y organizar escuelas según el modelo industrial, casi literalmente “consume” a los hijos y debilitaba la familia.

Antes de la educación estatal masiva, los padres realizaban toda una variedad de arreglos para la educación de sus hijos, incluyendo la educación en el hogar. Uno podría pensar que si la madre podía ahora enviar a sus hijos a escuelas públicas gratuitas, se sentiría más libre para tener más hijos. Pero no funciona de esa forma. El proceso de educación industrializada debilita las conexiones de los miembros de la familia y el compromiso de la madre hacia sus hijos y familia. Usualmente, en vez de tener más hijos, la madre con más tiempo libre sale a buscar trabajo.

Un poeta de Kentucky, Wendell Berry, delinea la misma imagen que nosotros en su libro “¿Para qué es la gente?” (What Are People For?): “Si no existe una economía hogareña o comunitaria, entonces los miembros de la familia y sus vecinos ya no son útiles entre sí. Cuando la gente no es más útil para otros, entonces la fuerza centrípeta de la familia y la comunidad decae y la gente cae en la dependencia de economías y organizaciones externas...”

Cuando la familia se debilita como economía pequeña, los hijos son menos bienvenidos, la lógica de entrar en un matrimonio se hace más difusa, crece el desorden sexual y el aprendizaje declina.

Han existido variadas respuestas frente a esta situación. El gran desastre económico del comunismo puede verse como un intento de aplicar el principio altruista o familiar —“de cada uno según su habilidad, a cada cual según su necesidad”— a lo ancho de toda la sociedad. Pero nuestro siglo ha demostrado que éste fue un enorme y trágico error: El principio no puede imponerse centralmente. Cuando nos movemos más allá del hogar, el clan, la comunidad religiosa o el pueblo —donde todos conocen el carácter y las fortalezas y debilidades de los otros, y donde reglas heredadas imponen una disciplina tolerable— una vez que nos movemos más allá de estas pequeñas comunidades, esta forma de altruismo falla.

Una segunda respuesta frente al pedido de ayuda de la familia en el entorno industrial fue la búsqueda de una “Tercera Vía”, el camino de la democracia social que supuestamente llevaría a un punto intermedio entre el capitalismo industrial y el comunismo industrial. La frase proviene del título de un libro escrito por Marquis Childs en 1938, que celebraba el modelo de desarrollo de Suecia. Él y otros entusiastas decían que los efectos disruptivos del industrialismo podían ser balanceados a través de una pesada regulación estatal del sistema fabril y por la construcción de un Estado de bienestar centrado en la familia, donde los costos de criar hijos fuesen soportados por el gobierno. Por cerca de tres décadas, entre 1940 y 1970, Suecia sí pareció un modelo atractivo. Pero el sistema sucumbió de allí en más por sus contradicciones internas, todas demostrablemente ligadas al problema familiar:

- Pensiones estatales de vejez que de la familia transfieren al Estado la antigua tarea de cuidar de los ancianos en la adversidad, provocando el corte de los vínculos naturales de seguridad entre las generaciones y desalentando el nacimiento de hijos en número suficiente como para mantener el sistema.

- Políticas de bienestar estatal que protegen a la gente de las inevitables consecuencias de sus elecciones inmorales, creando así incentivos que hacen más fácil —o, en realidad, promueven— el divorcio, la cohabitación y la ilegitimidad como sustitutos del matrimonio.

- Ingresos gubernamentales por hijo que, en realidad, debilitan los vínculos padre-hijo, a medida que las madres ganan preponderancia que mina el rol del padre como perceptor y distribuidor del ingreso.

- Y la visión altruista de un Estado de bienestar racional que, supuestamente inspirado en la familia, necesariamente da vía libre a penalidades basadas en el altruismo y se apoya en la irracionalidad.

Específicamente, el sistema sobrevivió financieramente sólo mientras los ciudadanos restringieron sus requerimientos, como en los tiempos en que las familias preferían cuidar a sus miembros ancianos en casa antes que enviarlos a centros geriátricos estatales. Pero la misma lógica de este sistema de derechos penaliza financieramente la elección altruista.

Hoy, los estados clásicos de la “Tercera Vía” como Suecia y Dinamarca están en crisis, enfrentando tanto la bancarrota financiera como la espiritual. En síntesis, demostraron la inexistencia de una “Tercera Vía” real.

Sin embargo, han existido también en nuestro siglo intuiciones de una “Tercera Vía” de organización económica que puede representar un camino mejor. El común denominador de éstas es el reconocimiento y la defensa de una economía centrada en la familia.

Estas aproximaciones al problema directamente ponen coto a la naturaleza no mudable de la verdadera familia y buscan construir barreras que protejan la económica hogareña altruista de los efectos corrosivos del individualismo y el consumismo. Puesto de otra forma, promueven la “refuncionalización” de las familias trayendo a la industria de vuelta hacia el terreno casero.

Los defensores mejor conocidos de esta Tercera Vía eran los ensayistas católicos ingleses Gilbert Keith Chesterton y Hilaire Belloc. Chesterton argumentaba en forma abierta y con fuerza en pos de la reconstrucción en Inglaterra de una “sociedad de campesinos”, basada en pequeños terrenos y negocios. Belloc, por su parte, escribió que “la familia es idealmente libre cuando controla totalmente todos los medios necesarios para la producción de la riqueza que necesita consumir para una vida normal”. Para esta reconstrucción de una sociedad de familias propietarias libres, urgía al uso creativo de los impuestos y de la regulación estatal para limitar a las grandes sociedades anónimas y promover las pequeñas empresas familiares.

Una teoría más sistemática de una economía centrada en la familia vino de la pluma de un mártir económico Alexander Vaselevich Chayanov. Antes de su arresto y ejecución por parte de los comunistas soviéticos, este economista ruso había refutado la visión, sostenida tanto por los teóricos del laissez faire como por los marxistas, de que los campesinos y las granjas familiares son irracionales e ineficientes y deben ser eliminadas. En su obra maestra de 1925, “La organización de granjas campesinas”, Chayanov persuasivamente demostraba que las pequeñas granjas familiares —que combinan la producción vegetal y animal de subsistencia con las industrias caseras, la producción hogareña y el empleo externo variable— son en realidad una forma de organización económica lógica o, incluso, superior. El silencio a que se sometió el trabajo de Chayanov ha significado, en palabras de un historiador, que las políticas de agricultura y desarrollo global hayan estado “recorriendo el camino equivocado” durante 70 años, en forma intencional subvirtiendo una más natural, versátil y sostenible agricultura centrada en la familia para transformarla a la explotación industrial de las granjas.

Otro economista activo en ese tiempo, Ralph Borsodi, enfatizaba la “producción familiar” como el programa “para la gente que apunta a la virtud y la felicidad, y para quienes la buena vida está representada por el hogar y el corazón, por los amigos y los hijos, por el césped y las flores”. Éste dio especial atención a la contribución económica de la madre en el hogar. Mientras que las teorías tanto de los economistas marxistas como de los liberales clásicos desprecian la producción casera como económicamente irrelevante o, incluso, un parásito, Borsodi delinea el verdadero valor económico de la jardinería, la producción de manteca y la cría de aves de corral; de la cocina, la repostería y el servir la mesa; de las conservas; de la limpieza y el lavado; de la costura; de la alimentación y cuidado de bebes; y de proteger y enseñar a los niños.

Estos modelos de una Tercera Vía económica, repito, comparten el enfoque sobre el bienestar familiar. La renovación familiar vendría sólo a medida que ciertas tareas y funciones sean protegidas de su inmersión en la industria, es decir, sean desindustrializadas y regresadas al hogar. En estos modelos, la medida del éxito económico no será el “crecimiento” monetario de la economía estadística oficial, ya que, como hemos visto, mucho de lo que es llamado crecimiento en realidad es la contrapartida de la declinación de la familia. En vez de esto, el éxito será medido por un diferente tipo de riqueza: la formación de matrimonios, el nacimiento de hijos y la solidaridad del grupo familiar. Esto regresará el análisis económico a sus auténticas raíces, a la oeconomia, la “administración del hogar”. Por eso, en lugar de usar una etiqueta desinformada como “Tercera Vía”, deberíamos usar una como “Vía Familiar” como nombre de este camino hacia una economía virtuosa.

Al mismo tiempo que se niega a delinear cualquier tipo de plan de economía distintivamente cristiana, la Iglesia Católica ha sí explicado principios frente a los cuales deben ser juzgados los sistemas económicos. Estos principios incluyen las conocidas apelaciones a la dignidad humana y a la libertad de la Iglesia para hacer su trabajo. Pero, de no menor importancia, es el llamado a considerar la salud de la familia. En un importante discurso de 1951, el papa Pío XII identificaba como “uno de los errores fundamentales del materialismo”, tanto laissez-faire como marxista, la negación de “la vida de la familia” como fuente de “vida, salud, energía y actividad de toda la sociedad”, incluyendo, por supuesto, su vida económica. Se podrían citar otras afirmaciones de la Vía Familiar. Refiriéndose únicamente a las granjas familiares, por ejemplo, Pío XII declaró: “Hoy puede decirse que el destino de toda la humanidad está en juego. ¿Tendrán los hombres éxito al balancear esta influencia [del industrialismo] en forma tal que se preserve la vida espiritual, social y económica que es el carácter especifico del mundo rural?” Pío XII señaló, también, cómo la “propiedad privada” asegura “para el padre de familia esa sana libertad, de la que tiene necesidad, de poder cumplir las obligaciones a él asignadas por el Creador, respecto al bienestar físico, espiritual y religioso de la familia”. En otro sermón dijo: “Solo la estabilidad que está enraizada en la propiedad hace de la familia la célula vital y más perfecta y fecunda de la sociedad, uniendo de una manera brillante en cohesión progresiva las generaciones presentes y futuras”.

Con respecto a los empleadores, el trabajo y la familia, Pío XI decía en la encíclica Quadragesimo Anno (1931) que, “debe hacerse todo esfuerzo [para asegurar] que los padres de familia reciban un salario suficientemente grande como para cubrir las necesidades familiares ordinarias en forma adecuada”.

La encíclica de 1981 Laborem Exercens reforzó este vinculo entre trabajo y formación familiar. Afirmando que la fundación de una familia es un “un derecho natural”, Juan Pablo II definió el salario justo de un adulto como aquél “que es suficiente para el establecimiento y mantenimiento de una familia y para proveer seguridad para su futuro”. De cualquier forma que se implemente, enfatizaba el Papa, la existencia de un salario familiar sirve como “medio concreto de verificar la justicia de todo el sistema socio económico”. Tenemos aquí una prueba específica de la justicia económica: ¿Existe un salario familiar?

Más aún, dijo el pontífice: “Redundará en beneficio de la sociedad hacer posible para una madre... dedicarse en el cuidado de sus hijos y en educarlos de acuerdo con sus necesidades, las cuales varían con la edad. Tener que abandonar estas tareas para tomar un trabajo asalariado fuera del hogar es erróneo...”

Respecto a la importancia de la economía domestica —del trabajo en el hogar no pago y centrado en la familia— el entonces pontífice declaró: “El trabajo doméstico es una parte esencial del buen orden de la sociedad y tiene una enorme influencia sobre la colectividad; contribuye a producir ingresos y riquezas, bienestar y valor económico... Tiene una influencia directa sobre el buen desarrollo de la familia.”

En referencia a la familia, al Estado y a la economía, Juan Pablo II estableció: “Estamos todos llamados a promover un medioambiente favorable a la familia, y, por lo tanto, a la maternidad y a la paternidad, un medioambiente donde, en forma creciente, puedan encontrarse las condiciones óptimas para hacer posible que la familia pueda desarrollar sus riquezas: fidelidad, fecundidad e intimidad enriquecida con la apertura a los otros.”

Estas referencias no constituyen una teoría económica. Pero sí, creo, animan a todos los cristianos a volver a pensar el trabajo teórico en pos de una Vía Familiar y a ayudar a construir ambientes amigables para la vida hogareña, el lugar de la fidelidad, la fecundidad y la intimidad.

Y la Vía Familiar es mucho más que una teoría. Existen ejemplos modernos de naciones que, usualmente por accidente, han tropezado con políticas temporales que han dado nuevos bríos a la familia, mediante la desindustrialización de algunos aspectos de la producción y la restauración de estas funciones en el hogar. En consecuencia, encontramos también en estos lugares visibles signos de una renovación familiar: matrimonios más fuertes con más hijos.

México, para poner un ejemplo cercano, dividió vastos terrenos organizados industrialmente en los años alrededor de 1940 y distribuyó más de 10 millones de hectáreas a campesinos sin tierras. Estos cambios convirtieron a los trabajadores de las plantaciones en campesinos libres dueños de pequeñas propiedades, y restauraron el lugar de la familia como unidad de producción y consumo. Las anteriores ganancias espectaculares logradas mediante una mayor productividad en la producción de alimentos resultaron igualadas por un crecimiento equivalente en manufacturas y otras formas de producción en pequeña escala. Las empresas urbanas también se apoyaron en las relaciones familiares. Con la propiedad productiva de vuelta en manos de las familias, los matrimonios se hicieron más tempranos y los hijos arribaron en grandes números: las riquezas familiares de las que Juan Pablo II hablaría décadas después.

Una economía centrada en la familia no esta destinada a ser una economía estancada en términos estadísticos. La tasa de crecimiento oficial de la economía mexicana en el periodo 1945-1965, en realidad, excedió a las tasas de crecimiento de los Estados Unidos y Canadá para ese mismo período. Por desgracia, este experimento de restauración familiar llegó a su fin alrededor de 1970, cuando las autoridades de los EE.UU. y de las Naciones Unidas, especializadas en “control poblacional”, intencionalmente se dispusieron a destruir la economía de base familiar de México, con el fin de reducir el tamaño familiar promedio y convertir a dicha nación nuevamente al modelo industrial.

Aún un segundo experimento masivo no intencional en cuanto a la restauración de la familia comenzó a fines de esa década, y aún continua, en el lugar menos probable: la República Popular de China. Los campesinos chinos —colectivizados en granjas industriales por Mao Tse-Tung después de la revolución de 1949— sufrieron terriblemente durante un cuarto de siglo, debido a que los comunistas buscaban (en palabras textuales de un documento) eliminar a las familias como “unidad fundamental de habitación y producción”. Pero la muerte de Mao en 1976 trajo un cambio en esa política, llevando dos años después a la introducción del apropiadamente llamado “sistema de responsabilidad familiar”. Mientras que el estado aún técnicamente es dueño de la tierra, las colectividades industriales se dividieron y las familias obtuvieron el uso de la tierra según su tamaño: cuanto más grande una familia, más tierra recibía en uso. Luego de cumplir una cuota asignada, el producto restante de la granja se convierte en propiedad de la familia para su consumo o venta. El nuevo sistema también permitió a las familias de campesinos encargarse de ocupaciones colaterales tales como manufacturas e industria casera. Los resultados entre 1978 y 1990, sólo recientemente documentados, fueron espectaculares. La producción de las granjas subió rápidamente, como lo hizo la salud de las familias rurales y su bienestar. Liberando esa energía emprendedora, nacieron un estimado de diez millones de empresas rurales —en su mayoría familiares—. Más importante aún, reaparecieron los moldes matrimoniales tradicionales luego de décadas de suprimidos, lo mismo que la preferencia de los chinos por tener muchos hijos. En las partes más rurales de China, tres cuartos de las mujeres ahora quieren tener cuatro o más hijos. En los hechos, este “sistema de responsabilidad familiar” subvirtió en el campo la otra innovación de los líderes de la época post-Mao: la política poblacional de “un hijo por familia”. Puesto en términos simples, una economía en la Vía Familiar quiere y da la bienvenida a los hijos.

En ambos caos, los ejemplos mexicano y chino, gobiernos supuestamente laicistas o ateos se volvieron hacia políticas que permiten el renacimiento y el éxito de una economía familiar natural. Al mismo tiempo que estas economías no resisten la prueba de libertad para que la Iglesia “ejercite su ministerio” como dice el Magisterio, creo que sí aprueban la prueba en cuanto a promover la familia.

A un nivel más modesto, en los EE.UU. y Canadá también podemos encontrar un cambio económico —definido en términos burdos— que ha fortalecido a la familia: el llamado “movimiento por la educación hogareña” (homeschooling). Debemos recordar que la educación en el hogar en los niveles elemental (primario) y secundario representa la desindustrialización de los niños involucrados. Significa un retorno desde una educación diseñada sobre principios industriales a una educación enfocada en la familia. Cerca de 1,5 millones de niños en los EE.UU. y Canadá son educados ahora en sus casas. Existe también una correlación positiva entre la educación familiar y una mayor fertilidad y familias más grandes. Un estudio encontró que el número promedio de niños en familias que realizan educación en el hogar es de 3,43, el doble del promedio de niños de todas las familias de parejas casadas en los Estados Unidos. Entre las familias canadienses que educan en el hogar, la cifra es aun mayor: 3,46. Una vez más, éstos son signos auténticos de integridad y salud familiar.

Sí, es cierto que quienes realizan educación hogareña, especialmente aquellos que son católicos, tienden a tener familias más grandes. Pero la educación en el hogar funciona ella misma a favor de la tendencia a tener más hijos, ya que la psicología de la familia frecuentemente cambia cuando tiene lugar la educación familiar: La casa comienza a girar alrededor del niño (y de manera saludable), las conexiones entre los miembros de la familia se fortalecen y la familia es refuncionalizada.

En síntesis, una economía de Vía Familiar es más que una teoría abstracta. Hay ejemplos en el terreno que nos muestran cómo podemos construir un orden mejor, más virtuoso, uno más cercano a pasar los exámenes de justicia familiar y dignidad humana tal como los ha articulado la Iglesia Católica.

¿Qué puede significar esto para las familias cristianas? Permítaseme cerrar con varios ejemplos —todos a la mano de una familia o de una parroquia— sobre lo que se puede hacer para avanzar en el camino de una economía de Vía Familiar.

Primero, el clero y los líderes laicos pueden copiar el ejemplo de la Francia de comienzos del siglo XX y organizar a los líderes de negocios en sus parroquias para estudiar los principios de la enseñanza social de la Iglesia, especialmente aquéllos referidos a la dignidad del trabajo, la santidad de la familia, la justicia del salario familiar y la responsabilidad moral personal para proveer ese salario a sus empleados.

En segundo lugar, las familias cristianas pueden usar su poder de compra, su “soberanía de consumidor”, para sostener las manufacturas y negocios locales y familiares.

En tercer lugar, las parroquias pueden promover pequeñas empresas familiares a través de la provisión de un pequeño pero suficiente capital inicial.

En cuarto lugar, el clero y los líderes laicos pueden promover la educación familiar. Las parroquias tradicionales pueden ser parcialmente reformadas para servir a los educadores del hogar como centros de recursos, como lugares de clases comunes y como sitios para mejorar las habilidades de enseñanza de los padres.

En quinto lugar, las parroquias pueden crear cooperativas de alimentos. Esto puede parecer más fácil en pequeños pueblos y regiones rurales, pero es posible también en las grandes ciudades. En las “megaciudades” del mundo en vías de desarrollo, el 75% del alimento es aún producido en jardines hogareños y pequeñas granjas localizadas en esas mismas ciudades. Los jardines familiares como empresa familiar común pueden también tener éxito en ciudades del mundo desarrollado. Las parroquias cristianas podrían también vincular “familias granjeras” y “familias urbanas” para la venta directa de productos frescos y otros del campo, lo cual beneficiaría a ambas.

En sexto lugar, los sacerdotes, ministros y laicos pueden dedicarse a ministerios rurales específicos y a la restauración de la vida rural tradicional. Bajo el liderazgo inspirado del P. Luigi Ligutti, la Conferencia Católica Nacional de Vida Rural (National Catholic Rural Life Conference) de los EE. UU. tuvo un papel vital en esta área. Creo que existe un nueva necesidad entre los laicos cristianos, particularmente entre los jóvenes adultos, de una guía espiritual y práctica en este asunto.

Y, por ultimo, podemos ayudar a revivir la Regla de San Benito en nuestro tiempo. Podemos, en palabras de Mons. M. Francis Mannion en un artículo publicado en Communio, “crear comunidades de existencia cristiana ejemplar” que “nos enseñen cómo vivir en forma auténtica”. La renovación del modelo monástico tradicional —comunidades de hermanos o hermanas— es parte de esto, pero creo que nuestro tiempo llama también a aplicaciones modificadas de la regla monástica para pequeñas comunidades de familias: una vida de residencia, trabajo, caridad, educación y adoración compartidas, apoyados en votos de obediencia, pobreza y matrimonio. Hay un verdadero hambre de todo esto actualmente en los Estados Unidos. Recientemente, muchas comunidades católicas de esta clase han tomado forma, al mismo tiempo que una enorme comunidad protestante de este tipo está ya trabajando en el Estado de Massachussets.

Medidas concretas como éstas, donde se vincula la familia y la economía, podrían contribuir poderosamente a la gran tarea de construir lo que Juan Pablo II llamó la Civilización del Amor.



*Allan C. Carlson, nacido en Des Moines (Iowa) en 1949, luterano y doctor en Historia, es actualmente profesor del Hillsdale College (Michigan) y presidente del Centro Howard. Fue anteriormente presidente del Instituto Rockford (Illinois), miembro del Consejo Luterano de los EE. UU. y profesor del Gettysburg College. Es autor de varios libros, entre otros: From Cottage to Work Station: The Family’s Search for Social Harmony in the Industrial Age (San Francisco: Ignatius Press, 1993).


jueves, 11 de noviembre de 2010

Problema de visualización

Estimados lectores y amigos,

desde hace poco más de una semana este sitio se ha hecho difícil de visualizar a quienes son usuarios de Mozilla Firefox. Hemos comprobado que, con otros navegadores como Internet Explorer y Google Chrome, no se verifican estos inconvenientes. Ya nos hemos comunicado con Google/Blogger y con Mozilla intentando que nos ayuden a solucionar el problema que excede nuestra capacidad técnica. Lamentamos mucho la situación.

Cordialmente,

Liga Distributista

lunes, 8 de noviembre de 2010

Perspectivas Distributistas

Inauguramos aquí la sección Lecturas Recomendadas. En esta oportunidad, recomendamos la siguiente traducción que recoge The Distributist Review de la Introducción a la colección Distributist Perspectives de la editorial IHS Press de la que se han publicado hasta el momento dos volúmenes. En ella se recogen notas y artículos que han publicado autores más o menos conocidos desde el comienzo del Distributismo.

The Distributist Review La mayoría de los estudiosos modernos que tratan la historia y la filosofía del Movimiento Distributista son liberales, en el sentido en que el liberalismo fue frecuentemente condenado por la Iglesia y refutado por los teólogos.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Distributismo (v y final)


[Escrito original de Karl Jahn. Traducción, títulos y notas de la Liga Distributista. Esta última sección no es enteramente de nuestro agrado ya que, de alguna manera, se transforma en condescendiente con muchas críticas superficiales que se le ha hecho al Distributismo; pero lo conservamos, por honestidad intelectual.]

Valoración

Más allá de las excentricidades de algunos de sus seguidores, Chesterton y Belloc no eran medievalistas dogmáticos. No andaban por ahí buscando máquinas para destruir, ni pretendían convertir a todos en campesinos. Por principio, admitirían que ni era posible ni enteramente deseable restaurar las condiciones de la Edad Media. Reconocían que sería difícil, si no imposible, abolir la maquinaria que venía anexa al sistema de fábricas. El Distributismo no es simplemente la propiedad de los medios de producción en unidades pequeñas: “Los dos ideales del pequeño artesanado, familia, etc., y la distribución de la propiedad no deben confundirse. Tienen una misma atracción espiritual, pero no son idénticos.”

Deseaban un estado de diversidad, en el cual un campesinado restaurado fuese lo principal, pero no lo único. Ofrecían una “proporción” más que un “esquema”, pues un esquema sería un plan utópico, incluyendo planificadores todopoderosos y una sociedad uniformada y estandarizada —precisamente los males políticos, sociales y estéticos a los que ese oponían—. Puesto que el objeto del Distributismo es la distribución de poder, la reforma no puede ser hecha por decreto. La gente debe estar en posición de querer asumir la responsabilidad que conlleva la libertad y la propiedad individual. El principal obstáculo, decían, es que los asalariados han vivido bajo el capitalismo por tanto tiempo que ya no desean nada más que un ascenso a una posición más alta en el orden jerárquico capitalista. (Uno podría agregar que vivir bajo el socialismo da a la gente miedo a la responsabilidad.)

Por lo tanto, “es vital generar la experiencia de la pequeña propiedad, la psicología de la pequeña propiedad, la clase de hombre que es un pequeño propietario”. Incluso la maquinaria puede servir para este propósito, como se evidenciaba por el auto de Ford: “el ferrocarril era en realidad un modo comunal y concentrado de viaje, como la utopía de los socialistas. El viajero libre y solitario está regresando frente a nuestros ojos.” El automóvil permite a los individuos y a las familias viajar donde quieren, cuando quieren, en su propia propiedad privada. En última instancia, en la sociedad ideal, serán tan felices y tan autosuficientes en su propia casa y en sus barrios que no querrán ir a ningún lado; pero el auto es un ejemplo genuino de progreso.

Aún así, se encontraban limitados por su disgusto por la “centralizada, impersonal y monótona civilización” de la organización y estandarización. No les gustaba la división del trabajo, la producción masiva y la propiedad corporativa, y, por lo tanto, se rehusaban a buscar medios modernos para sus fines medievales.

Seriamente pretendían restaurar una sociedad básicamente campesina —incluso aunque muchos, o aunque la mayoría, de la gente no fuesen campesinos—. Vivir bajo el techo propio y en el terreno de uno es la expresión física más perfecta de la libertad; y sólo en el campo es posible ser un verdadero individualista radical, en el sentido de apoyarse en uno mismo para la subsistencia. Querían restaurar las guildas (asociaciones cooperativas de pequeños capitalistas) como restricciones no gubernamentales a la competencia: para prevenir el crecimiento de uno a expensas de los otros, esto es cuando el pequeño productor independiente queda fuera de mercado. Esto frenaría el reemplazo de los pequeños comercios por las cadenas comerciales y las tiendas departamentales. Positivamente, la guilda permitiría a sus miembros, cuando fuese necesario, poner en común sus recursos para adquirir y poseer colectivamente instrumentos de capital que estuviesen más allá de las posibilidades de cada uno por separado, previniendo la monopolización de la industria por unos pocos ricos.

Los distributistas pensaban que era necesario restaurar la propiedad y la empresa de pequeñas escala, porque el divorcio de la administración y la propiedad hacen de los títulos de propiedad algo tan abstracto que puede ser transferido desde varias grandes corporaciones sin rostros hacia una corporación enorme —el Estado— sin ningún efecto práctico desde el punto de vista del individuo. Para ellos, no era muy diferente si uno era “empleado de la empresa de correos con principios socialistas duros y revolucionarios, o empleado de un monopolio con principios individualistas salvajes y aventureros”.

Los medios de lograr el Estado distributivo se explicaban vagamente, pero estaba claro que debía haber un papel para el gobierno. Del modo en que ellos lo veían, el gobierno apoyaba activamente la concentración de la riqueza, por lo que debía ser dado vuelta para permitir la propagación de la pequeña propiedad. Parecían tener en mente algo similar a la Ley Antimonopolios de Sherman, implementada de una forma mucho más vigorosa de lo que lo fue en la realidad en los Estados Unidos.

Su llamado a la acción del Estado no llegaba a los extremos del Estado de bienestar. El Distributismo, insistieron, “es algo que puede ser logrado por la gente. No es algo que pueda ser hecho a la gente. Es aquí donde difiere de casi todos los esquemas socialistas, del mismo modo que difiere de la filantropía plutocrática.” El Estado de bienestar hace a la gente dependiente del gobierno; les da un ingreso del que pueden disponer, pero no una propiedad sustancial propia; siendo breve, sólo exacerba el problema fundamental.

Creían que el tipo de sociedad que ambicionaban sólo podría existir si, y sólo si, la sociedad estuviese informada por el cristianismo —y, especialmente, por la Iglesia Católica—. Los distributistas, en sus intentos para reconciliar sus papeles como católicos y demócratas, se veían ayudados por su desagrado hacia las tendencias de su época —la concentración del poder económico y político— lo que los puso en contra del “progreso” y la civilización moderna. “No existe ningún lugar al que llegar con el curso actual”, se quejaba Chesterton, “sino a un desierto llano de estandarización bajo el bolchevismo o la gran corporación”. Dado que el progreso no conducía hacia sus propias metas, podían rechazarlo de todo corazón, y no dudaban abrazar el pasado católico como un ejemplo de su ideal.

Ese ejemplo era la Cristiandad medieval, cuya cima fue el período aproximado entre el año 1000 y el 1300. Lejos de haber un desacuerdo necesario y fundamental entre las doctrinas de la Revolución Francesa y las de la Iglesia medieval, la Revolución fue “esencialmente una reversión a la normalidad”. No fue una revuelta, sino una reacción y una restauración. Los resultados sociales y económicos de la Revolución siguieron el espíritu del Estado distributista medieval y, por lo tanto, de la Iglesia medieval: la abolición de las obligaciones feudales y la ruptura de los grandes latifundios. Más aún, “el campesino resucitado” revitalizó la vida social, política y religiosa de Francia, todo al mismo tiempo. Esto se vio confirmado por el renacimiento de la Iglesia, medida por el dramático incremento, desde la Revolución, en los números de creyentes serios y devotos, del clero, de los monasterios y conventos, y de los misioneros.

La idealización distributista de la sociedad agraria y de la alta cultura antigua estacional que conformó; su alienación ante la fealdad y el filisteísmo de la era de la máquina —salieron directamente de la larga línea del anti-industrialismo conservador y romántico—. Su visión romántica del feudalismo era la de una sociedad estable, alegre, armoniosa y profundamente espiritual, en la cual la Iglesia estaba en la cima y los campesinos y artesanos estaban seguros y eran libres. El artesanado hacía de cada hombre un artista, y de cada objeto de uso diario una obra de arte; la belleza, el sentido y el valor infundían toda la vida diaria. Lo que era nuevo era la identificación específica del campesino (y, secundariamente, del artesano y del comerciante urbano) como el tipo ideal. Abandonaron el glorioso ideal de la caballería que había provisto una alternativa heroica al mediocre y modesto burgués.

En la vereda de enfrente, los socialistas, desde St.-Simon hasta Wells y Shaw, eran indiferentes frente al vacío cultural de la era de la máquina. Les molestaba la fealdad en cuanto ella estuviera entremezclada con la pobreza y, por lo tanto, (creían) con las injusticias y las ineficiencias de la propiedad privada de los medios de producción. Miraban el futuro y veían la culminación final de la era de la máquina, una sociedad que sería ordenada, higiénica, racional, científica, eficiente, etc. —pero, desde el punto de vista reaccionario, incluso más desalmada e inhumanaza que la actual—. Fue contra esta noción de progreso, así como contra la concentración de riqueza y poder, que el distributista se revelaba.

Es fácil —quizá demasiado fácil— burlarse del lado ingenuo y reaccionario del Distributismo. Enamorados del ideal del campesino propietario libre, estaban condenados a la futilidad del arcaísmo. Su medievalismo romántico era, a pesar de sus mejores intenciones y esfuerzos, incompatible con las condiciones modernas. Somos demasiado numerosos y nuestros estándares de vida son tan altos, como para que la agricultura de subsistencia y el artesanado tengan más que una existencia marginal. Esto nos presenta dos problemas: aquél de proyectar una idea espiritual y estética, no sólo hacia el pasado medieval, sino también hacia el presente y el futuro tecnológico; y aquél de una más amplia distribución de la propiedad de las grandes empresas industriales.

El segundo problema es, en realidad, el más fácil de solucionar. Cambios menores en la legislación impositiva convirtieron los fondos de pensiones y seguridad social de los Estados Unidos en fondos de inversión, y ahora más de la mitad de todos los estadounidenses se han convertido en accionistas —sin que, aparentemente, nadie tenga por el momento la intención de provocar una revolución en el esquema de propiedad del capital—. Por supuesto que esto es sólo un comienzo, pero uno muy esperanzador. Podemos prever un día cuando la mayoría de la gente sea propietaria de capital y derive una porción significativa de su ingreso de aquél; y, en última instancia, tal vez, un día cuando todos vivamos de dividendos, todo el trabajo sea hecho por las máquinas, y nadie sea nunca más sentenciado a una vida de asalariado. Esto requiere la separación de la propiedad y la administración, y es, por lo tanto, imperfecto desde el punto de vista distributista; pero hace posible un resultado más deseable: una sociedad en la cual la mayoría sean rentistas —caballeros del ocio, capaces de sostener un nivel cultural mucho más alto que el de un campesino—. [*]



Vista aérea del valle de Orcia en la Toscana, donde existe un gran asocianismo entre pequeñas empresas familiares que forman distritos industriales (o clusters, racimos) de muy alta calidad y productividad. Según diversos informes, las pequeñas empresas del norte y centro de Italia, agrupadas en clusters de comercialización y exportación, dan trabajo --directa o indirectamente-- a casi el 70% de la población de esas regiones. Un ejemplo de que las ideas distributistas pueden ser llevadas a la práctica.
[Fuente de la fotografía: Gianluca Colla para The National Geographic Society.]



[*] Estos dos últimos párrafos contradicen directamente el Distributismo, como de alguna manera reconoce el mismo autor, pero los hemos dejado para no mutilar su ensayo.

Interesante desarrollo de trabajo semi independiente y local

Traducimos y reproducimos a continuación una nota publicada en el periódico británico The Economist, que, creemos, puede ser de interés.


Tercerización virtual

Trabajo móvil

Una manera de ganar dinero con mensajes de texto

The Economist | 28 de Octubre de 2010 | Nueva York

La idea llegó a Nathan Eagle, un investigador del Instituto de Tecnología de Massachusetts, durante un curso que dictaba en la Kenia rural. Se dio cuenta que, dado que tres cuartos de los 4.600 millones de usuarios de teléfonos móviles del mundo viven en países en vías de desarrollo, un aparato tecnológico útil está actualmente llegando a las manos de un gran número de gente que podría querer utilizar el equipo para hacer algo de dinero. Para ayudarlos con eso, se le ocurrió un servicio que llamó txteagle que distribuye pequeños trabajos que pueden ser llevados a cabo mediante el envío de mensajes de texto a cambio de pequeños pagos.

Sólo el 18% de la gente en el mundo en vías de desarrollo tiene acceso a la Internet, pero más del 50% tenía un teléfono móvil a fines de 2009 (un número que se ha más que duplicado desde 2005), de acuerdo con la Unión Internacional de las Telecomunicaciones. Un estudio demuestra que sumar 10 teléfonos móviles cada 100 personas en un país en vías de desarrollo típico, dispara el crecimiento del PBI per cápita en 0,8 punto porcentual.

El Sr. Eagle espera que txteagle haga lo suyo mediante el “crowdsourcing” móvil —“tercerización entre la multitud”, el descomponer trabajos en pequeñas tareas y encargarlas a un montón de individuos—. Estos trabajos con frecuencia requieren conocimiento local y van desde cosas como comprobar los carteles de las calles en el Sudán rural para un servicio de navegación satelital, hasta traducir palabras en un dialecto keniata para empresas que intentan extender su comercialización. Una mujer que vive en zonas rurales de Brasil o la India tienen acceso limitado al trabajo, comenta el Sr. Eagle, “pero aún así ella puede usar su teléfono móvil para recolectar datos locales sobre precios o productos o, incluso, completar encuestas de mercado”. Los pagos se transfieren a los teléfonos de los usuarios mediante un servicio de dinero móvil, tal como el sistema M-PESA que maneja Safaricom en África, o proveyendo más crédito para realizar llamadas.

Al trabajar con más de 220 operadores móviles, txteagle puede llegar a 2.000 millones de suscriptores de 80 países. Ya es el mayor empleador en Kenya y todo el tiempo se están encontrando nuevas maneras de usar el sistema. Recientemente, una gran firma de medios pidió ayuda al Sr. Eagle para monitorear sus comerciales televisivos en toda África. La empresa estaba preocupada de que, aunque hubiese pagado los derechos de transmisión, sus comerciales pudiesen ser reemplazados por otros de las compañías televisivas locales. De ese modo, txteagle pagó a gente local para mirar y, luego, enviar por mensaje de texto notas sobre los comerciales vistos. “Nunca se me hubiese ocurrido a mí”, dijo Eagle. Por eso es que no está realmente seguro acerca de qué tan grande puedan llegar a ser estos pequeños trabajos mediante mensajes de texto.

Trabajador móvil

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Distributismo (iv)

[Escrito original de Karl Jahn. Traducción, títulos y notas de la Liga Distributista.]

La persona, la familia, el hogar y la comunidad como claves de interpretación

El distributismo se dirigía a mejorar la condición espiritual del pueblo tanto como su condición material y política, asegurando que los hombres tengan suficiente seguridad material, comodidades y tiempo libre como para vivir una vida humana completa. Pero más allá de esto, se dirigía a infundir de valores espirituales la vida ordinaria misma, incluyendo el trabajo.

El control espiritual sobre el entorno de uno es al menos tan importante como el control físico sobre los medios de subsistencia. Los distributistas creían que un hombre se siente más feliz, más digno y más imagen de Dios, cuando (por ejemplo) el sombrero que lleva es su propio sombrero; y no sólo su sombrero, sino su casa, el piso que camina y así sucesivamente. La propiedad es algo sobre lo que el hombre impone, y con ello expresa, su personalidad —aquello a lo que puede imprimirle su propia imagen—. Sin la propiedad, el hombre no sólo está empobrecido, sino que también está deshumanizado.

Por esa razón, el hombre se ve también deshumanizado por la avaricia y el consumismo —lo que lo lleva a adquirir propiedad sin límite, subordinando todas las preocupaciones humanas a las demandas brutales del frío y duro dinero—. El individualista moderno está perdido en una bruma de abstracciones a la deriva, ve libertad donde los hombres están realmente sometidos a la servidumbre, ve independencia donde los hombres están en realidad confinados a la especialización del hormiguero, ve iniciativa individual donde los hombres están realmente sometidos a una rutina aburrida.

El artesanado y la agricultura campesina eran ideales distributistas porque son ocupaciones creativas, más que meramente productivas, que han sido destruidas por el desalmado sistema de fábricas. Esto se ve demostrado históricamente por el hecho de que no existe algo así como un “Arte Proletario”, al mismo tiempo que sí existe y muy enfáticamente algo como un “Arte Campesino”. Esto explica porqué las políticas económicas propuestas para el Estado distributivo giran en torno a la tierra y las guildas: esto es, la restauración del campesinado y el establecimiento del control popular sobre el resto de la industria.

Casi tan importante, en el esquema distributista de las cosas, son las instituciones interrelacionadas del matrimonio, la familia y el hogar. Dado que cada individuo está incompleto, la familia es la unidad básica de la sociedad, en la cual el varón y la mujer, el anciano y el joven, se unen como partes complementarias de un todo. Las disposiciones de la raza humana para reproducirse son apenas menos importantes que las disposiciones de ella para producir su subsistencia. Estas disposiciones deben ser estables, estar bien protegidas y, sobre todo, privadas. Del mismo modo que el sacramento del matrimonio es una garantía espiritual para la seguridad de la familia, la casa privada es su garantía material (propietaria). De hecho, “el reconocimiento de la familia como la unidad del Estado es el centro del Distributismo. La insistencia en la propiedad para proteger su libertad es lo periférico.”

El hogar, como el pequeño comercio o el minifundio, es un lugar de privacidad y poder individual, tanto para el varón como para la mujer. Consecuentemente, es absurdo hablar de “emancipar” a la mujer del hogar. “No daría a la mujer más derechos, sino más privilegios. En vez de enviarla a buscar la libertad tal como la proveen los bancos y las fábricas, diseñaría una casa en la cual ella pueda ser libre.” En el Estado distributista ideal, también los varones podrán trabajar en casa —en sus propios terrenos o en sus propios tallerres—. La idea distributista de que el trabajo de la mujer es distinto al trabajo del hombre está con seguridad fuera de moda, pero es tan buena como importante. Tanto para el varón como para la mujer, el trabajo debe ser creativo y significativo. La domesticidad no puede ser degradante, pues ¿qué puede ser más digno que cuidar y educar a seres humanos jóvenes?

Más allá de la misma familia, los distributistas tenían a la comunidad campesina como el ideal social, una sociedad que es “comunal pero no comunista”. Como siempre, prefiriendo el ejemplo concreto a la idea abstracta, Chesterton declaró que “no existe palabra más noble en toda la poesía que pub”. Esto nos provee con un tercer lugar para la libertad, fuera del hogar y del trabajo, la que nutre “el espíritu masculino de igualdad” —la igualdad de la camaradería genuina, espontánea porque tradicional, a diferencia de la “camaradería” falsa y forzada del socialismo—.





King's Land, en Shipley (cerca de Horsham, West Sussex), donde vivió Hilaire Belloc desde 1906 hasta su muerte. Este viejo granero, junto a los 5 acres que la rodeaban y un veterano molino, se transformaron en su pequeño "reino" distributista. [Foto cortesía de P. D. Smith.]

"If I ever become a rich man,
Or if ever I grow to be old,
I will build a house with deep thatch
To shelter me from the cold,
And there shall the Sussex songs be sung
And the story of Sussex told.
" *

* Belloc, The South Country: "Si alguna vez soy rico, / O si alguna vez llego a ser viejo, / Construiré una casa de techo de paja / Para protegerme del frío, / Y allí se cantarán las canciones de Sussex / Y se contarán las historias de Sussex." [Traducción libre.]


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